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Opinión

Emilio Odebrecht no ha podido cometer mayor error que el que ha reseñado esta semana la revista Época en los términos siguientes: “Odebrecht amenaza con derrumbar a la República”. “Tendrán que construir tres celdas más: para mí, Lula y Dilma”, dijo el patriarca de la compañía con relación a la prisión de su hijo Marcelo, presidente de Odebrecht. El viejo señor ha amenazado con la cárcel a dos presidentes del Brasil. De paso ha confesado que él merece una celda con la de su hijo, aunque acompañado por los presidentes mencionados.

Para comenzar, los amenazados no son solo dos presidentes y, por ende, encarnación de todos los poderes que uno puede hacer valer en un Estado moderno. Lula es un viejo zorro, sindicalista acostumbrado a tratar de tú a tú con la patronal y cuya carrera le ha forjado el carácter para que nadie le tuerza el brazo. Dilma, su heredera, ha sido guerrillera, prisionera y torturada por una dictadura feroz, así que después de eso nada la va a hacer saltar de miedo. Poco importa lo que el archimillonario tenga como munición, o quién es menos virtuoso que el otro. Lo que importa es que la historia demuestra que contra el jefe de un Estado no hay millonario ganador posible.

Casos los hay de todo tamaño. El diminuto principado de Mónaco, por ejemplo. En los años 50 del siglo XX, este paisito estuvo a punto de caer en manos del inescrupuloso armador griego Aristóteles Onassis. Considerado uno de los hombres más ricos del mundo, Onassis quiso establecer la sede de su imperio en Mónaco, para lo que emprendió una acelerada compra de participaciones que estuvieron a punto de terminar en la del célebre casino, propiedad y fuente de poder de la familia reinante, los Grimaldi.

Grace Kelly, quien se acababa de casar con el príncipe Rainiero, gobernante absoluto del principado, le hizo ver que muy pronto, si no se ponía coto a Onassis, este se convertiría en el verdadero príncipe de los monegascos. El enfrentamiento se produjo con todo el poder que se puede imaginar entre el dinero y la política. Conclusión: Onassis fue “exiliado” del principado por una serie de leyes que le hicieron la vida imposible.

El mismo patrón pero a escala superlativa se produjo cuando el oligarca ruso –amo de la petrolera Yukos– Mijaíl Jodorkovski se atrevió a desafiar la política de Vladimir Putin y anunció su candidatura a la presidencia. Jodorkovski era entonces –2004– el hombre más rico de Rusia y pensó que el dinero era capaz de enfrentarlo todo, incluso la política. Se desintegró rotundamente en ese choque. Fue arrestado por una serie de cargos fiscales –creados y por crear– y condenado a nueve años de prisión en el 2005. Putin lo mandó a Siberia, le quitó su compañía, y luego, en el 2013, lo perdonó y lo botó de Rusia.

Estados Unidos también tiene su historia. En pugna perpetua por ser las primeras fortunas del mundo, los grandes magnates de la industria se disputaban la preeminencia en el protocolo del dólar. Rivales sin cuartel, solo una amenaza los logró unir. Theodore Roosevelt aspiraba a ser nominado candidato presidencial para poner freno al poder del dinero en la sociedad norteamericana. Los magnates decidieron entonces comprar a un presidente. El elegido fue William McKinley, mientras que Roosevelt quedó relegado a la vicepresidencia. Entonces se produjo un “acto de Dios”. Ni bien elegido, McKinley fue asesinado, con lo cual Roosevelt asumió la presidencia. Utilizó el “gran garrote” contra la Standard Oil, símbolo absoluto del poder de los monopolios, a los que liquidó sin compasión.

He ahí los hechos por los cuales un millonario nunca debe amenazar a un presidente, mucho menos a dos. Por suerte, para los asesores del millonario, siempre podrán argüir que a determinada edad uno ya está “autorizado” para decir cualquier cosa.


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