22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Siete de cada diez limeños no creen en la palabra de un miembro de la Policía Nacional (PNP). Según una reciente encuesta de Ipsos, los policías se encuentran entre los profesionales que mayor desconfianza producen en la ciudadanía (solo superados por los funcionarios públicos). Aquel viejo eslogan de “el policía es tu amigo” ha quedado ya en el pasado.

En contextos donde la seguridad ciudadana es la principal preocupación de las mayorías, la desconfianza con las fuerzas del orden se convierte en mal superior. Y ese recelo tiene dos caras: no solo la percepción de vulnerabilidad generalizada, sino también la pérdida de respeto a la autoridad. Los peruanos no solo nos sentimos más desprotegidos por la PNP, sino que, además, el acato hacia el uniforme se ha devaluado. Entonces, el camino hacia la anomia está a un paso solamente.

Por eso la crítica hacia las autoridades respectivas del Ejecutivo no lleva ensañamiento, sino alerta. ¿Cuál es la disonancia que genera un ministro del Interior popular y una institución policial desprestigiada? ¿A quién le sirve la brecha provocada por un Urresti aclamado y un cuerpo policial pifiado? ¿Cuál es la consecuencia política de este divorcio?

Esta tensión solo lleva a ahondar el personalismo de la política a nivel electoral (el coqueteo de Urresti con el 2016) y de su funcionamiento cotidiano. Cuando urge el fortalecimiento institucional, se opta por un atajo mediático que profundiza la informalización de la gestión. Así, las cifras de encuestas sirven para la postergación perpetua de una reforma sectorial que evite el descalabro mayor de la PNP, cada vez más acechada por poderes ilegales y corrupción. Al final, ni el ministro es tan eficiente ni el policía es tan chévere.


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