Se supone que la liberación femenina lo es de las reglas que impone el hombre y, yendo más lejos, del hombre mismo. Así, según esta visión de la mujer, hoy casi universalmente compartida en Occidente –por lo menos de la boca para afuera–, el sexo femenino no necesita del hombre para ser feliz y realizarse en los múltiples aspectos que propone la vida. Las feministas son el caso extremo, pero quienes, siendo mujeres, no son feministas no dejan duda sobre el hecho de que el hombre es cada vez menos relevante en el destino que cada una se labra. Y es en la política, porque tiene que ver con el poder, que esa liberación debería encontrar su simbolismo máximo.
En las antípodas de la liberación femenina está el serrallo donde una plétora de mujeres gira alrededor de un macho dominante que, para más señas, es el sultán –¡simbólicamente una marca de condones!— y que no es otro que el mandamás político de turno. Encerradas entre cuatro paredes, las mujeres se disputan los favores sexuales del hombre más poderoso que las ve y las toma cuando le da la gana. Prisioneras literales de una vida muelle en función a la expectativa de ver aparecer al hombre de sus vidas –literalmente–, algunas, las más inteligentes y avispadas, se distancian del montón para convertirse en favoritas y sacarle al macho una influencia que, de no ser por él, no tendrían nunca.
Es en este contexto, y no en el del anecdotario de la chismografía barata, que debe analizarse políticamente el triste papel que para la causa de la liberación femenina ha producido la noticia, divulgada en diferentes medios esta última semana, de un supuesto triángulo amoroso entre la presidenta del Congreso, el congresista Víctor Isla y su asesora Patricia Robinson, quien no ha escatimado pistas sobre el asunto.
Como es conocido, un audio entre Robinson e Isla fue difundido por su contenido de interés público, en la medida que daba cuenta de un contubernio entre ambos para “explicar” la visita a Isla del prófugo Martín Belaunde Lossio en el Congreso cuando aquel era su presidente. Este hecho precipitó a Robinson a dar cuenta de una interceptación a sus comunicaciones que apuntaban a Ana María Solórzano, y allí estalló el lío privado que terminó eclipsando el del interés público.
Una buena manera de volver a lo público es, sin duda, reflexionar, más allá de nombres y apellidos, sobre cómo dos mujeres que encarnan el empoderamiento de su sexo a través del ejercicio de los cargos políticos más altos, como la presidencia del Legislativo y la asesoría a ese mismo poder del Estado, pueden estar peleándose por un hombre. En este sentido, es increíble cómo la causa de la liberación de la mujer ha sufrido un baldazo de agua fría al ponerse en evidencia, en la cima de la vida pública, la antítesis de la emancipación femenina.
Conspirar contra su rango y denigrar la participación de la mujer en la política subordinándola a la necesidad del “hombre de mi vida”, por el que todo vale, solo nos ha venido a demostrar que el peor de los machismos es el de las mujeres que todavía creen que el poder nace de la bragueta.
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.