Ha llamado mucho la atención el surgimiento de Podemos en España, en momentos en que tambalea la estabilidad del sistema de partidos ibérico. La izquierda ve con optimismo la expansión de una prédica antisistema en Europa, mientras que la derecha la tilda de populista y chavista. Lo cierto es que Pablo Iglesias y sus seguidores han renovado la oferta política y programática de la “madre patria”.
Un detalle inadvertido, sin embargo, es la composición profesional de la cúpula de Podemos. Sus cinco principales cabezas comparten un bagaje académico sólido. De hecho, todos son catedráticos; cuatro en ciencia política y uno en filosofía. La formación intelectual no es casual: provee sustancia en el debate de ideas; y la práctica docente facilita habilidades para la comunicación política mediática. Fondo y forma comulgan en una alternativa política emergente, para evitar la expansión total de la desafección ciudadana.
Pero mientras la crisis del sistema político español produce “salvavidas” prolijos –estemos o no de acuerdo con sus tendencias ideológicas–, nuestra crisis doméstica es aprovechada por oportunistas de la farándula o las canteras militares. ¿Pero acaso está totalmente cerrada la posibilidad de outsiders académicos? ¿Acaso la renovación generacional de las ciencias sociales no alcanza para animarse a un proyecto político fundado en la solvencia del trabajo intelectual pero con vocación de llegar a las masas?
La medianía del debate sobre el futuro del país –donde la salida falsa es “más obras, más cemento”– requiere de nuevos portavoces para un gran shock institucional ad portas del bicentenario. Ningún partido u outsider parece capaz de plantearlo. ¿Habrá llegado la hora de la academia?
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