Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantes
rvasquez@peru21.com
Esta semana, la Corte Suprema de los EE.UU. declaró inconstitucional la ley DOMA que limitaba el matrimonio a las parejas constituidas entre hombre y mujer, soslayando así el origen para la que fue creada esta institución y dándole un nuevo giro de cariz “revolucionario”. Como ello abre las puertas del matrimonio a parejas del mismo sexo, esta decisión ha sido celebrada ampliamente por la comunidad gay, así como por sectores liberales y progresistas del mundo entero. Son estos mismos colectivos los que han señalado a todos los opositores de este “nuevo matrimonio” como “conservadores”. Pero, ¿lo son?
A principios del siglo pasado, cuando el comunismo se hizo del poder en Rusia, Lenin, el paladín de la “revolución mundial” y sucesor ideológico de Marx y Engels, tenía, como estos, las cosas claras: la familia y el matrimonio –esto es, las células de la sociedad burguesa– debían desaparecer para que la revolución viviera. El “nuevo hombre”, decía la hoy momia exhibida hasta hace unos años para el solaz de las masas histéricas, tenía que ser libre en el amor, sin esas abominables ataduras de clase impuestas a la sociedad por la burguesía y su secuaz, la Iglesia. Muy pronto, sin embargo, ni bien embalsamado el cuerpo de Vladimir Ilich, Stalin y los que lo sucedieron hasta la caída del comunismo no solo se desentendieron de los anatemas revolucionarios contra el matrimonio y la familia, sino que los consideraron como instituciones fundamentales de la sociedad socialista, incorporándolas al Programa del P.C.U.S. La “revolución mundial” se había vuelto conservadora.
La posta revolucionaria de aquellos buenos maridos y mejores padres de familia marxistas la tomaron en Occidente, contra el matrimonio y la familia, los liberales. Fueron los turbulentos años sesenta del siglo XX. Fueron los años maravillosos de “haz el amor y no la guerra”. Los años del sexo, drogas y rock and roll. En síntesis, los años de la Revolución Sexual. Una revolución para la que, por supuesto, el matrimonio y la familia sobraban. Y estaban de más por la sencilla razón de que limitaban intolerablemente al sexo, al amor y a la libertad. Uno de los grupos sociales más recalcitrantes y comprometidos con este evangelio liberal contra el matrimonio y la familia fueron los gays. Creían que, desaparecidas aquellas instituciones anacrónicas, no habría muy pronto forma de “discriminarlos” de los heterosexuales, pues ambos se igualarían en su modo de relacionarse en el amor y el sexo.
Pero pasaron los años y la promiscuidad fruto de esa desenfrenada forma de vida saturó espíritus y corazones. Y, hoy, aquellos que defendían a capa y espada la revolución sexual, aquellos que encontraban en ella la única arma para no ser “discriminados”, quieren casarse. Los gays, pues, exigen y consiguen del Estado boda y familia. Pero, ¿no significa acaso esto que, ideológicamente, la revolución sexual ha fracasado? ¿Que, como la marxista, se ha vuelto conservadora?
Por eso no hago más que reírme cuando escucho de boca de gays, “progresistas” y “liberales” acusar a sus opositores de “conservadores”, mientras se rasgan las vestiduras por… ¡el matrimonio! Más aún, ¡por el “matrimonio para todos”! Señores, seamos claros. Cuando los enemigos ideológicos del matrimonio terminan exigiendo a la ley el derecho a casarse y a formar familia, es que estas instituciones C-O-N-S-E-R-V-A-D-O-R-A-S han triunfado en toda regla contra sus verdugos revolucionarios de antaño con la más inapelable de todas las victorias: la conversión.
Y no hay mayor ironía que ver, al final del arco iris, que aquellos que antaño morían por revolcarse, hoy quieran vivir para casarse.
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