Esta última semana hemos asistido a una de esas tantas divisiones radicales que de tiempo en tiempo polarizan el escenario político peruano. Como suele suceder, entonces, el fanatismo se apodera de la discusión, que termina convirtiéndose en la de buenos contra malos, dependiendo del bando que uno abrace. Esta vez los ‘buenos’ se han inscrito en el partido de la ex procuradora Yeni Vilcatoma –“valiente”, “corajuda”, “honesta”, “íntegra” son algunos de los calificativos que definen la “bondad” de sus intenciones– mientras que a los ‘malos’ no les ha quedado otra cosa que el de Daniel Figallo, los pobres. Y, aunque suene infantil y hasta estúpido, así es el Perú; qué le vamos a hacer.
Puestas las cosas de ese modo no tengo ningún problema en decir que estoy entre los ‘chicos malos’. Y no porque uno le haga el juego a los Humala-Heredia o a Belaunde Lossio o a la mafia de César Álvarez, como pretenden descalificar los fanáticos a quienes no se les sigue la cuerda –¡hace cuatro años que soy un crítico implacable del gobierno!–, sino porque, en el caso concreto Figallo-Vilcatoma, las conclusiones que se sugieren de lo que algunos afirman “está probado” no son más que meras especulaciones. En lógica ese sofisma tiene un nombre: la falacia de la conclusión inatingente. Y, aunque ya sabemos que la política y la lógica no van de la mano, nunca pueden estar ausentes en una argumentación.
Ya en el plano del cálculo político no dudo de que nada se pueda reprochar a la posición que han tomado los que quieren despachar a su casa a Figallo amparados en el dedo acusador de la Vilcatoma. Los apristas, por ejemplo. Después de que el gobierno de Humala-Heredia se dedicara a perseguir gratuitamente al ex presidente García con megacomisiones investigadoras de todo lo que se pudiera “encontrar” en su segundo mandato, pues habría que ser muy tonto en no devolverle el golpe cuando la ocasión se presenta favorable. O los fujimoristas después de que Humala los indujo a presentar el pedido de clemencia al ‘Chino’ para después rechazar el indulto y dejarlo tras las rejas. O los “caviares” que otean nuevos vientos donde desplegar sus velas cuando las embajadas se han acabado. O la de los que simplemente nunca pasaron al “cachaco de mierda”. O la de algunos medios de prensa que en su momento se sintieron amenazados por un chavismo que nunca dio señales de vida. Una mención aparte merecen los de la “sociedad civil” de Facebook y Twitter, adolescentes eternos siempre buscando una causa por la que indignarse, rasgarse las vestiduras y hacer plantones por la decencia y la paz mundial.
En cuanto a Figallo y Vilcatoma, esto es lo que tengo que decir. A Figallo no lo conozco ni en pelea de perros. Por lo tanto, no tengo ningún interés en defenderlo más que el que me parece justo: que funcionalmente no hay nada que reprocharle y, por lo tanto, legal y éticamente tampoco. No voy a cansar al lector con reproducir hechos que puede encontrar en cualquier parte. Solo me basta con decir que, si dos colegas como Rosa María Palacios y Aldo Mariátegui, cuya agenda política es como el agua y el aceite, coinciden a favor de Figallo, es que contra él no hay nada más que especulaciones.
Con Vilcatoma la cosa es diferente. Jamás podré considerar una heroína a quien traiciona la confianza de su jefe grabando sus conversaciones. Me repele instintivamente. Me parece vulgar. Y, si a esto sumamos que de las conversaciones que ‘justificaron’ la traición solo podemos concluir especulaciones al albedrío de los intereses que ya hemos constatado, entonces tenemos que la denuncia de la Vilcatoma no solo no tiene razón de ser, sino que es éticamente deleznable.
Un último asunto. He dicho que la Vilcatoma parece un tanto “excéntrica”. Es mi impresión con base en su actitud cada vez más destemplada. ¡Claro que me puedo equivocar! Pero en lo que sí no me equivoco es que mis impresiones nada tienen que ver con el género de la señora. Eso sí que solo se le puede ocurrir a un desequilibrado mental.
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