Desde que nacemos hasta que dejamos de existir estamos sujetos a los exámenes. Todos vivimos sometidos al escrutinio privado o público; en la escuela o universidad, en el trabajo al postular o para ascender, y por último hasta en el amor el escrutinio nos acompañará siempre. Excepto el de la autopsia, el examen nos acarrea nerviosismo; a algunos les sudan las manos o los pies, a otros les da por “comerse” las uñas o el lapicero, otros, ante la pregunta del ser amado, mirarán por doquier antes de responder la incómoda interpelación, pero, al fin y al cabo, siempre somos examinados.
Pues bien, si en la vida el examen es permanente, me pregunto, ¿por qué gran parte de la clase política teme a los “exámenes”? Dada las normas del sistema político peruano, nuestras autoridades son examinadas cada 5 años; es decir que durante dicho periodo los ciudadanos no tenemos ningún instrumento para hacer sentir nuestra aprobación o disconformidad con el trabajo que vienen realizando.
En lo que concierne al Legislativo, creo que es imperativo un examen a la mitad del quinquenio. Las cifras de desaprobación a nuestros congresistas, que injustamente afectan la institución, precisa de mecanismos para castigar o premiar a los parlamentarios que están haciendo las cosas bien o mal.
Si la reelección está permitida, si gozan de la inmunidad parlamentaria, si los procedimientos de control interno son lentos, la balanza debe tener un punto de equilibrio; si no hay reformas internas, las debe haber externas; es decir el Parlamento debería abrir la puerta para que se sometan al examen popular a la mitad del periodo.
Hasta el momento, la campaña gira sobre las planchas presidenciales; espero que cuando se oficialicen las listas para el Congreso exista un profundo debate para conocer las propuestas de las reformas que precisa el país y el funcionamiento del Congreso.
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