22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Ayer publiqué en una red social algunas fotografías de mi paso por el Congreso de la República; la que me trajo más nostalgia fue la que, con escasos 17 años, me mostraba como ujier del Senado.

Por aquella época, mis labores empezaban muy temprano, se interrumpían al mediodía para ir a la universidad y continuaban llegando la noche en el hemiciclo senatorial, donde, a la par de servir cafés y galletas, disfrutaba de las intervenciones de políticos de la talla de Luis Alberto Sánchez, Mario Polar Ugarteche, Ricardo Napurí, entre otros.

Las prácticas parlamentarias de la época, llenas de rigurosidades reglamentarias, impartían una dinámica de respeto al orador y de una diplomacia única entre los representantes.

El presidente del Legislativo y los secretarios que lo acompañaban en la dirección de los debates transmitían al orador atención y concentración, generando un clima agradable de discusión política. Los escaños estaban llenos de diarios, revistas y anotaciones.

En el hemiciclo solo podían permanecer los funcionarios que tenían que ver con el desarrollo de la sesión. Nosotros los ujieres, los cronistas parlamentarios y el resto de empleados entraban, pero luego tenían que salir. Había orden.

Las sesiones plenarias regulares eran tres veces por semana; desde las 5 de la tarde hasta la madrugada, las comisiones trabajaban por las mañanas y la agenda voluminosa, que incluía las peticiones de los ciudadanos, los pedidos escritos de los senadores, proyectos de ley, dictámenes y más documentación, se preparaba con máquinas de escribir; no existía el silencioso teclado de las computadoras.

La majestad al Parlamento implica el compromiso permanente de quienes lo conforman.

Un Congreso moderno, ágil en sus decisiones políticas, representativo en sintonía con la población, con apropiadas técnicas de comunicación, sí es posible, pero se necesita básicamente decisión política.


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