22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Al margen de lo que se podría suponer, administrar una mayoría absoluta no es tarea fácil, mucho tiene que ver con las personas que la conforman y del líder que los guía.

El buen político tiene que lidiar con la sensación del poder legal y lo que realmente significa el poder real. El legal es aquel que muchas veces nos hace sentir que los votos nos dan derecho a hacer lo que queremos, el que de alguna manera nos pone arrogantes por encima de las cosas y de las personas. Esta sensación de poder es la que nos lleva por el lado oscuro y que a algunos los hace sentir inmortales. Sin embargo, ese poder no construye un poder real, por el contrario, lo debilita y, con ello, a quien lo posee.

Esta reflexión es producto de mi convivencia con el poder; sensación que conozco desde los años 80, cuando me desempeñaba como ujier en el Congreso y observaba el comportamiento de algunos políticos, que con el pecho inflado caminaban por los Pasos Perdidos cual pavo real luciendo sus plumajes.

Sin embargo, también conocí a aquellos que, siendo parte de la mayoría absoluta del poder, se dedicaban a construir el poder real, es decir actuando normalmente; construían lazos de amistad con los políticos de las minorías, conducta que en el momento preciso les permitía conseguir “indulgencias” de las fuerzas opositoras para llegar al equilibrio y estabilidad política.

El poder real, producto de la tolerancia y el entendimiento, se consigue cediendo espacios y respetando los derechos de los que no tienen ese poder absoluto. Pero, por otro lado, le toca a la minoría respetar también los acuerdos que toma la mayoría dentro de las atribuciones que la ley le otorga. Oponerse por oponerse no constituye tampoco una conducta adecuada.

El éxito de un Congreso mejor dependerá también del liderazgo que ejerzan los políticos reelectos, que felizmente los hay de ambos lados.


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