22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Recuerdo mis años de pregrado en la universidad, todo lo que leía me parecía interesante y novedoso. Por aquella época ya trabajaba en el Congreso, al lado de don Enrique Deza Mendoza, funcionario que llegó a ejercer el cargo de Oficial Mayor del Senado hasta 1992. Don Enrique me pedía siempre algunos informes escritos; yo los hacía usando un lenguaje técnico y de redacción compleja. Además, mis informes no eran cortos, pues pensaba que mientras más largos serían mejor y de esa manera se verían más interesantes y útiles.

Cuando don Enrique revisaba mis informes, movía la cabeza de lado a lado en señal de que no estaban bien; me decía que los informes deben ser cortos porque el político busca las conclusiones y las recomendaciones; y además, que al político, para comprender mejor, había que escribirle informes con lenguaje sencillo y ser didácticos porque si los encontraba aburridos, terminarían, luego de leer el primer párrafo, en el tacho de la basura.

En esa época, me costó asimilar las recomendaciones de don Enrique. Yo me preguntaba ¿de qué me vale leer tanto si lo que aprendo no lo puedo aplicar en mis informes? Don Enrique, con gran paciencia, me explicaba que el conocimiento sirve cuando es de utilidad para los demás, y que lo que yo escribía debería ser pensado en las personas que leerán el documento y no en mí.

Me decía, además, que las personas que más saben deben demostrarlo siendo sencillos en el hablar y en el escribir. Que el profesional debe saber dirigirse a diversos públicos y que el éxito de un experto es saber explicar fácil y resumidamente los grandes y complejos textos que lee.

Lo que les acabo de contar no pasó en el debate de los técnicos el domingo pasado. Lo que vi fue a un grupo de profesionales sustentando un grado académico, y desperdiciando la posibilidad de que millones de personas los entendieran y escuchen las soluciones concretas a los problemas que les aquejan.

El día del debate me acordé de don Enrique y hoy quise escribir sobre él.


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