Después de muchos años regresé a la docencia universitaria, y el mismo nerviosismo que sentí cuando, con un poco más de 21 años, di mi primera clase en educación superior, me embargó ahora.
Desde aquella época, era un docente atípico dictando clases; llegaba con mi taza de café y sentía que el alumno y el profesor debían ser uno; en oportunidades daba mis clases en la cafetería o, cuando la universidad había sido “tomada”, las hacíamos en el parque situado frente al local de la universidad.
Mis clases no eran teóricas, me gustaba generar debates y discusiones, porque creo que el alumno debe ser un librepensador y analítico, que con sus vivencias elabore sus propias “teorías”, pues a mi entender estas son producto de la experiencia y no al revés.
Hoy las cosas no han cambiado en mi raciocinio, pero a mis 53 años tengo más casos que contar y creo en la enseñanza vivencial, aquella que no está escrita, la cual comparto con los demás, para que no cometan mis errores.
Hacer política es también hacer docencia, pero la gran diferencia radica en que el político lo hace consciente e inconscientemente con sus actos.
La autoridad política debe tener cuidado en lo que dice, pero más en lo que hace. Su palabra debe ser secundada con sus actos en el trabajo o fuera de él, porque será auscultado por el ojo público todo el tiempo en que se dedica a ello.
Una autoridad política se convierte en parte de la historia de su país. Será estudiada y calificada por su conducta de gobierno y la personal, más aún en estos tiempos, donde existe un poder social, constituido por las opiniones que se van gestando en Internet que hacen retroceder o avanzar a los gobernantes.
Gestar políticas públicas y conductas personales se convierte en la enseñanza permanente.
Un político es también un docente, el país es su gran aula; debe tener consciencia de ello siempre.
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