22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

“Por favor, no me llamen arrogante, pero soy campeón europeo y pienso que soy un tipo especial”. Hace once años, José Mourinho aterrizaba en Stamford Bridge dispuesto a comerse el mundo. De entrada, sus palabras impactaron. Venía de ganar la Champions con el Porto, pero la Premier era por entonces la principal liga del planeta y allí nadaban tiburones como Alex Ferguson y Arsene Wenger, dos tipos con mucha más experiencia que el cuarentón de Setúbal. No iba a ser fácil. Explosivo, egocéntrico, narcisista y mesiánico, el luso no se arredró y rápidamente ayudó a forjar la identidad de un club que carecía de ella. El Chelsea era los millones de Abramovich y una vitrina casi vacía. Con su apego al trabajo y un discurso ganador, ‘Mou’ convenció a los futbolistas y los llevó a su máximo nivel para convertir al club en un grande de Europa. El día que anunció su partida por desavenencias con Roman Abramovich, las lágrimas invadieron el camarín. Lampard, Terry y Drogba, los pesos pesados del plantel no lo podían creer. “Más que un entrenador, nos dejaba un amigo”, diría después Lampard. Algunos años más tarde la escena se repetiría en las afueras del Santiago Bernabéu, luego de alzar la Champions con el Inter de Milán. Las cámaras inmortalizaron a Mourinho bajando de su auto para abrazarse con Materazzi mientras los dos rompían en llanto. “Maldito, me dejas con Benítez”, fue el sentido reproche del zaguero al oído de su apreciado entrenador. El italiano sabía que nada sería igual sin Mourinho, pero lo que nadie podía intuir es que Mourinho tampoco sería el mismo a partir de ese momento. Su arribo al Madrid fue el momento cumbre de su carrera, el cénit, aunque también una experiencia que lo llevó al borde del paroxismo. Frente a un Barcelona imparable, su ego se desbordó irremediablemente. El dedo en el ojo de Vilanova y sus broncas con Casillas y Cristiano Ronaldo marcaron su paso por Chamartín. El luso levantó una Liga y una Copa del Rey, pero estuvo lejos de involucrar a todos los jugadores en su proyecto. “Los resultados son más difíciles de alcanzar cuando no hay una persona que produzca en el vestuario lo que conocemos como orgullo de pertenencia”, comentó hace unos días Jorge Valdano para referirse al Madrid de Rafa Benítez. El análisis calza a la perfección con el Mourinho que vimos en la Casa Blanca y con el Mourinho que acaba de ser despedido del Chelsea después de mandar a sus jugadores al paredón una y otra vez. El técnico que sabía convencer de pronto dejó de ser especial. Nadie lloró su partida del Madrid y ningún ‘Materazzi’ ha salido a despedirlo ahora de Stamford Bridge.

@franciscocairog


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