La vuelta de Manco a Matute no es una parábola. Es solo la constatación de que, aun sin haber hecho mayores méritos, el mediocre fútbol peruano siempre te ofrece una nueva oportunidad. Ocho años después de su fantástica irrupción en el Sudamericano Sub 17 de Ecuador, cuando rompía cinturas con una habilidad que yo jamás le he visto a ningún futbolista peruano de categorías menores, Reimond regresa al lugar donde casi todo comenzó.
Imagino lo raro que se sentirá este lunes, durante su presentación. Enfundarse la blanquiazul es un triunfo para cualquier jugador que llega desde un equipo de provincia. Manco no debería ser la excepción a la luz de una carrera tambaleante y sometida al escándalo de las borracheras y los líos conyugales.
Sin embargo, esta vuelta a La Victoria es tanto una buena noticia como una prueba irrefutable de su fracaso personal. Por eso, en Alianza Lima aún creen en el futbolista, pero dudan de la persona. Esa persona que, cuando tenía 17, dijo que ya no quería jugar en Matute porque tenía que cuidarse las piernas antes de viajar a Holanda. La paradoja es que nunca se las cuidó y lo echaron de casi todos lados: del PSV Eindhoven, del Willem II, del Juan Aurich, del Atlante de México, del UTC.
A los 25 años, ya es tarde para que sea la estrella que su talento prometía, aunque quizá no para forjarse unos buenos años de fútbol. Con la motivación que supone jugar en un grande y la posibilidad de volver a la selección, el chico de Lurín acaso empiece a tomar el camino correcto, a dejar que solo hable su juego, a callar a ese otro Manco parlanchín y desbocado al que nunca pudo sortear. Esa sí sería una parábola.
Dependerá de su cabeza, que tantas veces le falló, darle consistencia por fin a su vida y a las tardes que le quedan en las canchas. Lo que es yo, tengo mis dudas. No veo a Reimond dominando a sus demonios y haciéndose grande. Y si lo hace, tal vez no dure mucho tiempo.
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