El Perú cuenta con la mayor disponibilidad de agua dulce renovable per cápita en América Latina, pero la distribución es tan desigual que nuestro país sigue teniendo uno de los indicadores más bajos de acceso al agua potable en la región. Alrededor de nueve millones de personas (casi dos millones en Lima) no tienen acceso a servicios de agua potable en su vivienda, y los que sí lo tienen disponen con frecuencia de un suministro por horas y constantemente interrumpido. Por otra parte, la concentración urbana en la costa genera una demanda mayor de recursos hídricos en las zonas donde las posibilidades de abastecimiento son menores.
El agua que no se posee no solo es la más cara (diez soles por metro cúbico a través de viejos camiones cisterna contra dos soles que pagamos quienes la tenemos con solo abrir el caño), sino que es mortal: “Casi el 90% de las muertes por diarrea se atribuye a la insalubridad del agua” (Perú21, 8 de junio de 2012).
La situación no ha cambiado en absoluto. Las empresas prestadoras de servicios de saneamiento carecen de recursos financieros para ampliar la cobertura. Facturan apenas el 40% del agua producida y están manejadas de manera absolutamente corrupta, como lo demuestra la denuncia de la Contraloría contra funcionarios de Sedapal que habrían ocasionado pérdidas al Estado por 9.2 millones de soles en la ampliación de sistemas de agua y alcantarillado en seis asentamientos humanos de Ate entre el 2009 y el 2012, en los que se introdujeron obras adicionales sin el sustento técnico-legal y económico requerido.
Quizá ante el desafío de ser el anfitrión de la COP 20 en Lima, dentro de dos meses, el actual presidente se atreva a ejecutar lo que sus antecesores evitaron: diseñar una política integral de recursos hídricos que promueva la participación del sector privado y la gerencia profesional de las empresas. Se requiere un enorme esfuerzo y hay que empezarlo ya.
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