22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Conozco a muchos a los que podría parecerle agraviante para la “razón humana” el hecho de pasear en andas una imagen morada. O persignarse. O arrodillarse frente a un crucifijo. Entonces, ¿cuál es la medida del agravio?

Mientras Francia sigue convulsionada por el desencadenamiento de una vorágine de violencia terrorista sin precedente —luego del ataque al semanario satírico Charlie Hebdo—, ya han comenzado a alzarse algunas voces que, aunque “condenan” la violencia, justifican sibilinamente el crimen con el argumento de que resulta inadmisible burlarse de la fe de los demás sin sufrir las consecuencias. Así, se señala que la tolerancia a las creencias ajenas debería pasar por una prohibición autoimpuesta de expresarse sobre cualquier manifestación religiosa que pueda “herir la susceptibilidad” de una comunidad determinada. A eso le llamarían “respeto” para vivir en paz.

La premisa de tal argumento parte de que el concepto de libertad no puede ser reducido a una patente de corso para ofender las creencias (en este caso religiosas) de otros en aras de una absoluta “tolerancia” para el agravio. Así, se afirma implícitamente la idea de que la religiosidad y sus diversas manifestaciones no ofenden a nadie, quizá en el presupuesto de que nada que venga de Dios ofende. Esto, por supuesto, es una visión egocéntrica y fanática del mundo.

Conozco a muchos, a contrario sensu, a los que podría parecerle agraviante para la “razón humana” el hecho de pasear en andas una imagen morada (en el siglo XVIII había varios de esos). O persignarse. O arrodillarse frente a un crucifijo. ¿Y por qué alguien no podría tomar por ofensivo un culto divino presidido por una mujer que imparte sacramentos cristianos? Entonces, ¿cuál es la medida del agravio? Seamos bien claros. Es gracias a una sociedad democrática que no se adscribe a ningún credo que fulano se puede persignar, mengano arrodillarse tres veces al día hacia la Meca, zutano cruzarse de brazos en el sabbath y perencejo despotricar contra todos los anteriores. Y para las ofensas existe, por supuesto, la justicia. No la divina, sino la de la Constitución y las leyes del Estado republicano.

Pero son esas leyes las que repugnan precisamente a aquellos que ponen sus creencias religiosas como centro del “respeto universal” y que, aun sin tratarse de musulmanes, consideran que los que se burlan de Dios están bien muertos. Y eso es a lo que llamamos fanatismo, poco importa que sea musulmán, judío, católico o evangélico.

Por ejemplo, ¿en qué ofende la minoría cristiana copta la sensibilidad del islam en Egipto para que sus miembros sean perseguidos o asesinados? ¿Cuál es la provocación de los sunitas contra los chiitas —grupos musulmanes ambos— en Iraq o en Siria para morir decapitados? La respuesta es muy simple. La ofensa, la provocación es EXISTIR. Porque así es el fanatismo. No pide respeto: exige sumisión absoluta o la aniquilación total.

En ese sentido, poco importa cuánto “respeto” presentemos al fanatismo para vivir en “paz”. Nunca será suficiente si ese respeto no significa, a la larga, abjurar de todas nuestras creencias para someternos a las suyas, exclusivas y excluyentes.

El fanatismo es, pues, el enemigo jurado de esa cultura de la libertad bajo cuya protección florecen mil credos. Y precisamente para los fanáticos, de lo que se trata es que no existan mil, sino uno solo. Por eso no deben pasar, sea que adoren la media luna, la cruz, una estrella, una vagina o un pene.


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