Una reforma es un cambio. Y todo cambio genera incertidumbre. Solo los países que han reformado han podido avanzar. Necesitamos reformar para elevar el bienestar de la población.
En primer lugar, para que la población reciba los beneficios del crecimiento se necesitan reformas institucionales. La mayoría de los lectores estará de acuerdo en que el Estado necesita ser reformado; a diario vemos que hay un exceso de burocracia, que la salud y educación no tienen los estándares de calidad adecuados, que no hay seguridad, etc. Está claro que las cifras económicas no son suficientes. Entonces quedan dos caminos: o nos quedamos así o reformamos el Estado.
Si estamos de acuerdo con el segundo objetivo, la pregunta es ¿cómo lo hacemos? Es clave una adecuada comunicación por parte de los responsables de diseñar e implementar las reformas. La ciudadanía tiene que saber qué se va a hacer, cómo se va a hacer, en cuánto tiempo se esperan resultados, etc. De lo contrario, las rechazará, pues la credibilidad es baja. El consenso es crucial.
En segundo lugar, siempre habrá oposición a las reformas, pero muchas veces no se sabe a qué ni por qué. Sin embargo, es un tema que tiene que trabajar el Gobierno, con una agenda clara, en especial en el campo social. Si existe un marco macroeconómico multianual, ¿por qué no existe un similar en el campo social? Los ciudadanos se oponen a las reformas cuando no ven mejorías. Falta más docencia por parte de los gobiernos.
En tercer lugar, la credibilidad es clave, por eso la mayoría de reformas se hacen al comienzo de los gobiernos y no hacia el final. El “cuándo hacerlas” importa tanto como el “cómo hacerlas”. Las reformas no se pueden hacer en un contexto donde la credibilidad de las autoridades está en caída. Por eso, aprovechar los buenos tiempos para hacer reformas es clave.
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