Aunque muchos han celebrado la primera votación de una reforma constitucional que prohíbe la reelección de presidentes regionales y alcaldes, el hecho es que tal medida está signada por la improvisación y la demagogia. Se pretende con ella atacar el problema de la corrupción que se ha enquistado en esas funciones públicas y cuyo corolario han sido las detenciones en los últimos meses de varias autoridades ediles y regionales. Sin embargo, la prohibición es poco realista e incidirá en la mala calidad de nuestra democracia.
En efecto, esta medida no ha querido contemplar el hecho de que, si la administración pública ya es muy precaria en nuestro país, con mayor razón lo es aquella que tiene origen político y electoral. No es posible predecir el éxito de una gestión edil o regional que recién empieza, pero sí es posible contemplar la probabilidad de que una segunda gestión reelecta será mejor que la primera con base en la experiencia acumulada. Con la prohibición de reelección, la reforma constitucional aprobada en el Congreso elimina de un plumazo la segunda probabilidad, dejándonos con la incertidumbre de la primera.
Es cierto que, debido a la crisis de los partidos políticos, los municipios y las presidencias regionales se han convertido en feudos de autoridades caudillistas que se reeligen una y otra vez. Así, distritos, provincias y regiones han pasado a ser posesiones casi personales de los eternos reelectos con la corrupción que esto conlleva. Pero la solución a este problema no pasa por prohibir la reelección sino solo las reelecciones indefinidas.
Es recién a partir de una segunda reelección que podríamos hablar propiamente de una peligrosa vocación de enquistarse en el poder para servirse de él. En tal razón, es esa segunda reelección y las subsiguientes las que debieron ser atacadas por una norma sensata que permitiese acumular la experiencia de una primera reelección, cortando de cuajo la muy probable corrupción que conlleva una segunda.
Nada de esto se ha hecho. De donde lo que tendremos, una vez aprobada la reforma constitucional, es que las administraciones ediles y regionales serán gestiones precarias y la corrupción seguirá. Y esto último porque ni la crisis de los partidos políticos –el primer filtro contra los aventurerismos corruptos– ha sido resuelta ni tiene visos de serla, ni el esquema constitucional de los movimientos regionales y municipales ha sido abandonado.
De tal forma que el Congreso no ha hecho otra cosa que ahondar la crisis de la calidad de las instituciones democráticas siguiendo un camino empedrado de buenas intenciones que no conduce sino al infierno.
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