22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

“Yo soy un delincuente que ha estado preso por secuestro. Si no me dejas trabajar, ¿de qué vivo? ¿Qué quieres? ¿Que te secuestre?”. Un ambulante amenaza –entre aplausos– a Diógenes Alva, uno de los más longevos dirigentes del ‘emporio comercial’ que tanto hace inflar el pecho a los marketeros del fútil ‘emprendedurismo’.

Gamarra –visitada durante este gobierno por Hillary Clinton, con rebote en New York Times– ejemplifica esa temible intersección entre informalidad e ilegalidad, entre microempresarios que aspiran a la formalización (“aquí se paga impuestos a la Sunat, al municipio”) y ‘ambulantes golondrinos’ aliados a mafias que cobran cupos para protegerlos y que son apoyados por la corrupción de funcionarios públicos que aseguran impunidad.

“Los ambulantes quieren el mejor lugar de exhibición, que es la calle, sin pagar nada. Solo le pagan a la corrupción, al serenazgo y a la municipalidad… (los ambulantes) están con sus bates de béisbol, con sus sables. ¿Qué vas a sacarme?, nos dicen”, indica un comerciante más joven ante la reportera de América Televisión.

Lamentablemente, la informalidad está en el corazón de nuestro ‘modelo’. Se reproduce, en diferentes intensidades, en todos los niveles: desde las grandes inversiones hasta el verdulero de paradita, desde el restaurante top sin licencia municipal hasta el minero que paga mafias para chuponear a sus rivales.

Es hora de mirarnos frente al espejo de la informalidad cotidiana y emprender las reformas económicas y, sobre todo, políticas sin vanas pretensiones de llegar al “Primer Mundo” con tanto maquillaje. Sería retador que el próximo CADE se realice aquicito no más, en Gamarra, para ayudar al sinceramiento de nuestros altos ejecutivos.


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