Beto Ortiz
bortiz@peru21.com
Soy poco proclive a las militancias y creo que quienes trabajamos en los medios tenemos que hacer el esfuerzo consciente de evitar usarlas para resolver conflictos personales (como dice monseñor Luis Cipriani) o favorecer intereses particulares (como dice monseñor Luis Solari). No perseveraré en el error de trenzarme con los jerarcas de ninguna iglesia porque mis derechos no son una cuestión de fe. Pero tampoco callaré. Esos derechos –inexistentes– no son solamente mis derechos, son los de una inmensa minoría. Por lo menos, un millón y medio de peruanos que vivimos al margen de una serie de cosas buenas que para la mayoría –o sea, ustedes, los heterosexuales– son rutina. Iré al grano: Nací homosexual. Dios me hizo así. Estoy convencido de eso. Me atraen las personas de mi género desde mucho antes de que me gustaran los libros de historietas, el periodismo, las bicicletas o el cebiche de conchas negras con canchita. ¿Quieren saber en qué consiste la exclusión social? Tomen asiento que yo se los cuento.
Nunca fui el mariconcito del salón. Imposible. Éramos muchos y hubiéramos tenido que arrancharnos el cetro y la corona. La pegué de calladito durante años para sobrevivir, sacando mi línea, observándolo todo y tomando nota. Con precoz sentido táctico opté, desde kinder, por el perfil bajo y pasé piolaza durante casi todo primaria y secundaria en la gris comodidad del anonimato. Prácticamente nadie en el cole se las olió. Viví aguantado, temeroso, molesto, encapsulado, resignado a privar al mundo de mi indiscutible glamour. Pero malvivir fingiendo y barajándola –como malvive la mayoría de homosexuales en esta ciudad de pobres corazones– no me salvó del insulto, ni del maltrato, ni del odio. Lo sufrí desde mucho antes de que se llamara bullying porque –encima– fui el gordo de mi salón. Y ese sí que es el último círculo del infierno. Lo sabe solamente quien lo haya padecido. No se puede ser gordo en secreto, los gordos no cabemos en el clóset, y cuando lo eres, todo el mundo se da cuenta una cuadra antes de que llegues. Ser el gordo de la clase –créanme– es mucho peor que ser el chancón, la misia, el graniento, la fea, el chontril, la gaga, el que tiene labio leporino, la que lleva huevo duro en la lonchera, el que se hace la caca en el uniforme y aquel al que, precozmente, le gusta por el tubino. Peor que ser todo eso al mismo tiempo. La verdad es que, aunque eran tiempos peores que estos, ser el cabrito divertido de la promo me hubiera salido mucho más a cuenta. Nunca fui el patito feo, fui el patito gordo pero en fin, ya está, no lloremos, es lo que me tocó y nadie me quita lo bailado. No sería quién soy ni haría lo que hago si mi niñez y adolescencia no hubieran sido una puta guerra del fin del mundo. Lo bueno es que la sobreviví, aprendí a reírme de mí mismo antes de que lo hagan los demás y, también, por supuesto, a defenderme. Si alguno de mis entrevistados se ha preguntado el porqué de esta maldita lengua ponzoñosa, aprovecho aquí para aliviarle la inquietud: He entrenado toda mi vida para repeler la menor agresión con velocidad, eficacia y extrema crueldad. Nunca, pero nunca, se les ocurra pelearse conmigo. Doblemente minoría, doblemente marginal desde siempre. He sido gordo y he sido gay desde que nací. Y, probablemente, desde antes.
Recuerdo que, hace como una década, en alguno de sus célebres raptos de ira, el hoy cardenal de Lima me llamó, en público, “mercadería averiada”. Me ofendió. No solo a mí, claro; ofendió, por lo menos al 8% de la población (aunque la mayoría de estadísticas –en países menos reprimidos que este– han estimado siempre que los gays y bisexuales somos un 10%). Si alguien insulta a todos los peruanos, me insulta directamente, y si alguien insulta a los homosexuales, también. Y saco cara, por supuesto. Me asiste el mismo derecho que tiene el pastor de saltar hasta el techo de la Basílica Catedral si siente que alguien se mete con las ovejas de su rebaño. No me extraña que le aterre la sola posibilidad de que los jóvenes peruanos dejen de vivir en ese conveniente terror a su propia sexualidad que se les ha inculcado aquí desde que nacieron. Si yo fuera Cipriani también habría encendido todas mis antorchas y ordenado que doblen todas las campanas en señal de alarma y, no solo eso, también habría sacado a la calle la procesión antes de tiempo como en la campaña del Fredemo. Habría que preguntarse: ¿Por qué se erizó tanto? Esa sola, airada reacción demuestra que Carlos Bruce podría estar sembrando aquí la semilla de una tremenda revolución que ya es indetenible. Y digo “podría” porque, aunque he leído el proyecto y me parece impecable, siento
–con todo respeto, querido Carlos– que te faltó un poquito más de huevos. Ya estabas ahí. Quizás te faltó apenas dar un solo pasito. He aquí el trágico error: cuando, para desautorizarlo, monseñor insinuó con astucia, en los medios, que ‘Techito’ era gay por el solo hecho de estar promoviendo una ley que favorecía a “los de su misma condición”, este le respondió: “¡Esa es una bajeza!”. Oh, no. La cagazón en todos los colores del arco iris. Con la misma destreza con que parecía estar llevándonos al Mundial, ‘Techito’ nos hizo un trágico autogol. ¿Una bajeza? ¿Y por qué sería una bajeza llamarte homosexual? ¿Acaso es un agravio? Si lo eres, es solo parte de una descripción. Y si no lo eres, no lo eres y ya. Si alguien me dice “¡heterosexual!”, no me toco de nervios ni me echo a llorar; aclaro tranquilamente que no lo soy y sigo mi camino. Si yo fuera Bruce le habría respondido: “Acepto sus críticas, monseñor. Tiene razón en un punto: soy una persona pública y creo que esta lucha no tendrá sentido si yo no empiezo por ser absolutamente honesto conmigo mismo y con los peruanos que merecen saber la verdad completa: Tiene razón al decir que yo también estoy peleando por mis derechos, los míos y los de millón y medio de peruanos. Le agradezco que, quizás sin proponérselo, me haya ayudado usted a reunir el valor necesario para decir algo que me ha tomado toda una vida admitir: sí, soy homosexual y, tal como lo prometí en la campaña, defiendo los derechos homosexuales”. (Pero, claro, ese soy yo y yo no soy ‘Techito’. Tampoco soy Cipriani. Felizmente. Para ellos, claro está. )
Como les iba diciendo: soy gay desde que nací. Las pelotas, los carritos y los juegos para armar me aburrían hasta el borde de la melancolía. Siempre tuve clara mi afición por jugar con Big Jim, Big Jack y Big Joe, aquellos fornidos guerreros articulados de ropita intercambiable. Y recuerdo, como si fuera ayer, que a los 4 años lloré amargamente cuando mi boleto del sorteo de una fiesta infantil no me hizo ganar el premio consuelo: una rara e inquietante versión bamba del muñeco Ken que lucía una peinable cabellera rubio cenizo y venía equipado también –en el colmo de la vanguardia– con… ¡un pene! discreta pero didácticamente esculpido en plástico rosado. Más gay, ni El Pequeño Pony. Mis padres eran heterosexuales, de modo que no lo aprendí de ellos. Tampoco me lo enseñaron en el colegio ni lo imité de un programa de televisión. ¿Es innato? Sin duda. ¿Está en los genes? De todas maneras. ¿Lo heredé? Tengo documentados antecedentes en ambas ramas de mi familia como los tienen –aunque lo ignoren– mejores y peores familias que la mía. Todos tenemos nuestro tío solterón cague de risa y engreidor que aconseja a las primas calenturientas sobre cómo lidiar con los chicos carretones. Todos hemos jugado al doctor con el primito de lánguida mirada al que siempre le encantaba quedarse a dormir contigo. Todos tenemos nuestra tía solterona que lleva a su antigua amiguita a todas las parrilladas donde nadie nunca les pregunta nada porque todos prefieren navegar con bandera de cojudos. Me da risa que la gente parezca sentirse más informada o más respetuosa cuando se refiere a “mi opción”. ¡Mi opción! Como si mi identidad sexual –o el color de mis ojos– hubiera sido producto de una decisión mía, como si realmente se tratara de escoger de qué sabor quiero mi helado, de qué equipo quiero ser hincha o cuál es mi concursante favorito en Perú tiene talento. Yo no elegí nada, muchanchos, así vine al mundo, y así igualito me voy a ir.
Para que tengan alguna idea de la cantidad de dramas –y horrores– que resolvería aprobar la ‘Bruce Ley’, quiero poner algunos ejemplos que tengo a la mano: a ver, pónganse un ratito en mis zapatos. Digamos que, en vez de partirme la espalda, me desnucaba al caerme, como me caí, de ese puto caballo hace 15 días. Digamos que ahí nomás quedaba, bien tieso, cadáver, occiso, intestado a los 45. ¿Quién heredaba la casa, el carro, las cuentas de banco, la biblioteca, la colección de corbatas? ¿Mi partner, el compañero de mi vida, mi papi, mi rey? No, señor. Imposible. Para la ley peruana, un conviviente del mismo sexo no es conviviente. Y mucho menos cónyuge. No importa si me entregó su vida, si le entregué la mía, si todo lo que tenemos es el fruto de diez, veinte o cincuenta años de vida en común. Los bancos se niegan a admitir que mi conviviente es varón, no se puede ingresar ese dato en la red, es incomputable, colapsa el sistema. Para la ley peruana, mi pareja o –como deberá decirse en adelante– mi compañero civil no significa absolutamente nada. Apenas me muero, que mejor lo entierren conmigo porque apenas ocurra vendrán y lo botarán a patadas de nuestra casa. Vuelvo y repito la pregunta: si yo me caía muerto, ¿quién heredaba? Esposa no tengo, hijos tampoco. Tengo aún a mi anciano padre pero, al ser yo su apoderado general, si alguien dejara algún patrimonio a su nombre tendría, necesariamente, que heredarlo yo, que soy su representante para todo y, en este caso, también soy el difunto. O sea que vamos muertos. ¿Hermanos? Tampoco tengo. ¿Quién se quedaba entonces con todo? ¿El primito cariñoso o la tía lesbiana? ¿Cuál de todos esos remotos parientes –de los que nunca quise volver a saber nada en mi vida– se convertiría (¡qué tal concha!) en mi heredero? ¡Pues todos los que quieran! Basta con que se apunten y se pongan en la cola. La ley los faculta para arrancharse mis restos mortales como hienas. ¿Y si en vez de morir quedaba grave, en estado de coma en una unidad de cuidados intensivos? ¿Quién firmaba la autorización para que los médicos pudieran someterme a una cirugía de alto riesgo? Una vez más, mi compañero no tiene derecho a decidir nada. Es la persona más importante de mi vida pero, para los efectos, no existe. ¿Qué les parece? La única persona que tiene instrucciones precisas sobre qué hacer si algo me pasa… no puede hacer nada. ¿Por qué? Porque es hombre, como yo. Porque la ley –escrita honrando la hermosa fábula de Adán, Eva y la culebrita– dice que, en mi caso, tendría que decidirlo una fémina y no un varón. ¿Entonces? ¿Me operan o no me operan? Mal rayo me parta. ¡Que vuelvan a llamar a mi tía lesbiana! Y si me salvaba de la operación, era la misma vaina, mi caballero no pasaba de la puerta de UCI porque lo primero que iban a preguntarle es su grado de parentesco con el paciente. Y como no hay ninguno, chau y hasta la vista. Ni siquiera tiene derecho a visitar porque los pases son solo para los fa-mi-lia-res. Que llamen a mi primo hermano y le pregunten si ahora quiere volver a quedarse a dormir conmigo.
Podría ocupar páginas y páginas citándoles centenares de ejemplos de clamorosa y vil discriminación que he recogido entre mis amigas y amigos para demostrarles que esta ley es justa y debe aprobarse. Cuando mi amiga Bibiana Melzi se matriculó en una maestría en la Católica –donde enseñaba su entonces novia Pachi Valle Riestra– no pudo acceder al justo descuento que sí tienen los convivientes de todos los demás docentes solo porque… se trataba de dos mujeres, y en ese almácigo de mentes brillantes a nadie se le había ocurrido tan extraterrestre posibilidad. Tengo un amigo cuya pareja de años es un cubano al que van a deportar de aquí y él no puede hacer nada para impedirlo pues no pudo convencer a ninguna mujer de que fuera parte de una farsa y se casara con él para darle la residencia. Tengo otro amigo que está preso y el INPE le prohíbe las visitas íntimas de su amado, pero sí le permitiría, en cambio, acostarse con el íntegro de la población penal si él así lo decidiera. Tengo una amiga, exitosa profesional, cuya pareja de muchos años es madre de dos niños, pero ninguna empresa de seguros le permite incluir en su póliza a esos chicos porque no son sus hijos biológicos, (¡aunque es obvio que sí son sus hijos!). Como era de esperarse, muchos de los detractores de la ley de la unión civil han vuelto a sacar a relucir sus dos armas favoritas: biblias y bebés. Bueno. Como cada quien saca de la manga el texto bíblico que más le conviene, yo haré lo mismo: Libro de Ruth, capítulo 1, versículos 16 y 17. Allí se encuentra el origen de la frase que se repite en todas las celebraciones del sagrado sacramento del matrimonio: Juntas hasta que la muerte nos separe. Juntas, sí. Con A. Se lo dice Ruth a Noemí. Una mujer que ama a otra mujer. Es palabra de Dios, te alabamos, Señor. Y en cuanto al manido asunto del “mal ejemplo” para los chicos. Primero: Este es un tema de adultos, y el grosero afán de asustar ignorantes es la única razón por la que alguien podría querer que dejase de serlo. Y segundo: Si es verdad que un niño que ve a dos gays besándose se vuelve gay, entonces un niño que ve a dos negros besándose ¿se vuelve negro? Por favor. Los niños de hoy tienen acceso a mucha más información y son bastante más inteligentes que tú y que yo. A otro lado con esa cursilería barata de “Pucha, ¿y qué les decimos a los niños?”. Si no le puedes explicar a tu hijo qué es el amor, no sé para qué carajo te reproduces.
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.