02.DIC Lunes, 2024
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Opinión

“A nadie se le puede ocurrir que un congresista, en nombre de sus representados, pida voz y voto en un sínodo, un concilio o un cónclave eclesiástico”.

rvasquez@peru21.com

Que los extremos se juntan no es novedad. Baste ver las posiciones que han tomado, de una parte, las organizaciones de colectivos gays y, de otra, la Iglesia Católica y las sectas protestantes sobre el proyecto de ley de unión civil no matrimonial entre personas del mismo sexo, presentado esta semana a la Comisión de Justicia por el congresista Carlos Bruce.

Los gays, disfrazando su histeria de militancia, hacen aspavientos de “principios” al proyecto Bruce en la medida en que consideran que es discriminatorio y no igualitario que a los homosexuales las leyes de la República no los amparen, como a los heterosexuales, con el matrimonio y la adopción. La Iglesia y las sectas, con la misma estridencia fanática que los gays, rechazan el proyecto porque otean matrimonio y adopción donde no los hay.

Y así se consuma el absurdo de que, mientras unos protestan donde no ven matrimonio y niños revoloteando, los otros ven matrimonio con hijos postizos y protestan igual. De lo que se sigue que el proyecto Bruce no puede ser más que el sentido común a los extremismos de uno y otro bando y, por tanto, una propuesta legitimada por la razonabilidad aristotélica del justo medio.

No es necesario insistir aquí en mis argumentos ya conocidos contra el “matrimonio” homosexual y la adopción de niños en los que, obviamente, me ratifico. Pero, salvados el matrimonio, como formalización institucional de las relaciones heterosexuales, y los hijos, como consecuencia natural de esa relación, ¿cuál sería la razón para rechazar que la ley civil ampare y proteja a las parejas homosexuales que deseen constituir una familia de a dos?

Yo no veo ninguna. Pero, consciente de que no tengo el monopolio de la verdad, como lo creen tener gays, de un lado, y la Iglesia y las sectas protestantes, del otro, lo razonable y justo es que se abra un debate amplio y profundo en la sociedad y su república laica y civil. Y de más está decir que, en ese debate, la Iglesia, las sectas y cualquiera de sus predicados religiosos, dogmáticos y doctrinarios deben estar excluidos sin ambages.

No es legítimo ni razonable que en los asuntos propios de la Iglesia interfieran el poder civil y su sociedad. Por eso es tan ridículo cuando, de entre ellos, “cristianos progresistas”, ateos, feministas, abortistas, divorcistas y comecuras exigen a gritos “reformas” en la Iglesia a la medida de sus intereses. A nadie se le puede ocurrir que un congresista, en nombre de sus representados y por más inquietudes religiosas que tengan, pida voz y voto en un sínodo, un concilio o un cónclave eclesiástico. Del mismo modo que no tiene ningún sentido que la Iglesia o las sectas religiosas pretendan, en nombre de Jehová, Cristo, la Virgen, los Santos o la Palabra, irrumpir en las leyes laicas de una república civil para que se consumen sus revelaciones de la vida y la existencia.

Así las cosas, ni monseñores ni pastores tienen, en razón de una autoridad que “no es de este mundo”, ningún derecho de voz y voto sobre las leyes civiles, que sí lo son.

Dios en los templos y el “César soberano” en el Congreso, que el respeto fundamental a las dignidades humanas y divinas empieza por reconocer que cada uno tiene su lugar.


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