Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantes
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Ha muerto Margaret Thatcher, la mujer que imprimió el sello de sus ideas políticas al último cuarto del siglo XX. Y nada mejor que sus enemigos celebren para confirmar lo derrotados que están y lo victoriosa que se fue la “Dama de Hierro”.
Pero, ¿por qué tantos odian a Thatcher? Por distintas razones, dependiendo de las fuentes de la amargura. Las feministas la odian porque las dejó atadas a su agenda corporal poniendo en evidencia que son las mujeres que no se miran el ombligo las que realmente cuentan cuando se trata de cambiar la Historia. De ahí que ese “no hizo nada por las mujeres” suene tan falso cuando fue precisamente una la que contribuyó a cambiar con su determinación y energía la faz de la Tierra. Eso y porque con sus hechos demostró que el “género” no era más que la coartada ginecológica de algunas para realizarse en la mediocridad política de las que les gusta competir sólo con su propia sombra.
Porque, en efecto, Thatcher era enemiga de las cuotas de género para las mujeres porque no creía que alguien que no se lo merecía, por el sólo hecho de ser mujer, fuera aupada por una cuota socializante a un cargo cualquiera. En los países libres los mejores deben luchar para llegar a cumplir sus propósitos y, tarde o temprano, llegarán a la meta o se acercarán a ella. Esa es la ley del mérito, del esfuerzo propio, de la responsabilidad, de la perseverancia y la tenacidad en el marco de la libertad. ¿No es Thatcher la mejor prueba de ello? ¿La hija del tendero no tuvo acaso que luchar a brazo partido contra los grandes señorones conservadores de una casta social que la despreciaba? “No todas son Thatcher”, dicen en coro los colectivos de mujeres megáfono por la dignidad y la igualdad. Claro que no, queridas. Por eso mismo quien no tiene esos méritos no tiene por qué llegar a donde no le corresponde, ¿no creen? No es una cuestión de igualdad. Es una cuestión de libertad. Ese es el credo de Thatcher.
Los comunistas la aborrecen por obvias razones. Fue Thatcher, en alianza con Reagan, la que se enfrentó política e ideológicamente a un comunismo que, a fines de los 70 del siglo XX, parecía estar en su máximo apogeo mundial. Fueron ellos, los comunistas, que saben calibrar perfectamente a sus enemigos, los que le pusieron la “Dama de Hierro”. No se equivocaron con Thatcher. No les dio tregua. Los presionó, los inquirió, polemizó y actuó en un mundo pusilánime con el marxismo hasta que vio caer el Muro en 1989 y, alejada apenas del poder, desmoronarse, una noche de navidad de 1991, a la “todopoderosa” Unión Soviética que, en realidad, no era más que una cáscara hueca de ideas podridas gobernada por una burocracia de parásitos.
¿Y los socialistas? Estos la detestan porque los sacó del poder por 17 años y porque puso al Reino Unido a trabajar. Sí, a trabajar. Es que, pues, los socialistas odian el trabajo aunque aman hablar de él. Las huelgas que paralizaban el país por quítame estas pajas terminaron cuando Thatcher se enfrentó durante un año al sindicato más poderoso de Gran Bretaña: el del carbón. ¿Por qué tenían que estar abiertas unas minas estatales improductivas que drenaban el erario para mantener de 8 de la mañana a 5 de la tarde a una poderosa cofradía de marca tarjetas? “Porque tenemos derecho a un trabajo digno”, fue la respuesta. El único trabajo digno es el productivo y es ése el que genera derechos. Thatcher generó más derechos a la democratización de la propiedad y la riqueza que toda la suma de gobiernos socialistas británicos en el siglo XX.
Finalmente, aunque la lista es más larga, en un mundo de hombres la odian los “hombres”. No todos, pero sí muchos. Sobre todo aquellos timoratos de su propio partido que se confabularon para derrocarla y que no perdonaron que durante 11 años una mujer los hubiera mandado sin miramientos. Porque Maggie, hay que decirlo, nunca perdió una elección popular.
Su vida fue una elección por las ideas: Las de la libertad. Triunfaron. Y a sus enemigos no les quedó más que una: Esperar su muerte para descorchar champán.
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