Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantes
rvasquez@peru21.com
Contra todo pronóstico del sentido común y el tino político, al momento de escribir estas líneas, el ministro de Trabajo, José Villena, sigue en su despacho. El último jueves por la noche, cuando todos creíamos que, luego de una defensa de lo indefendible, finalmente, el gobierno de la “inclusión social” había entendido que sostenerlo en el cargo era ridículo, el ministro apareció. Solo y con el telón de fondo de Palacio de Gobierno, José Villena ofreció disculpas al país una semana después de que, en Arequipa, agrediera físicamente en el aeropuerto a una trabajadora de una línea aérea por cumplir con su trabajo y hacer respetar las reglas laborales y las normas que él debió ser el primero en promover. Por supuesto que de la renuncia, nada. Su cargo, faltaba más, está a disposición del Presidente de la República quien, es un hecho ya, le ha brindado todo su respaldo.
Y la pregunta es ¿por qué? Pues, la respuesta la dio el propio ministro cuando, en su frenesí porque su autoridad política era contradicha por el Estado de derecho en boca de una discreta trabajadora y ciudadana común, alegó una orden expresa del poder supremo. “Tengo la orden del Presidente para que detengan el avión”, dijo, mientras empujaba a todo el mundo y se lanzaba a la pista de aterrizaje con la aeronave a punto de partir. El ministro creía que se encontraba en Arabia Saudita, donde los jeques hacen lo que les da la gana y, claro, él era un ministro del rey. Y el “rey” era, por supuesto, Ollanta Humala.
Algunas almas bellas han creído ver que el ministro tomó el nombre del Presidente en su bellaquería de usar su poder para un uso privado: el de encaramarse a un avión que lo había dejado por impuntual. Si así fuera, el primer indignado debiera ser el Presidente, ¿no creen? Es decir, tomar su nombre para abusar del poder es algo que rebelaría a cualquiera que se viera involucrado en una canallada por el estilo. Pero no, el Presidente respalda a su ministro hasta las últimas consecuencias, que son crearle una crisis política y malograrle la taquilla de La Haya que le viene dando buenos dividendos.
Así las cosas, sólo cabe una explicación posible. El asunto es una “cuestión de principios” ante la cual el Presidente no puede ceder, así le caiga el cielo en la cabeza. O sea, él sí ordenó, a través de su ministro, que se detuviera el avión porque, como en el Ejército de donde salió, es una orden que todos debemos cumplir sin dudas ni murmuraciones. Y a él, pues, le ha tocado ser el “mandamás”, nunca mejor puestas las comillas. El ministro no es entonces más que el ventrílocuo de un Presidente frustrado que se ha sentido desobedecido en lo más profundo de su ser. Por eso es que lo respalda a capa y espada.
Debe de ser terrible, si alguna disculpa cabe, comprobar que tu poder no era el que tú creías. Que no pudiste hacer lo que pregonaste toda tu vida. Que tu mujer es la que manda porque te ha usurpado las insignias. Que no puedes controlar a tu familia. Y que, para remate, una humilde ciudadana le dice al ministro que toma tu nombre: no, aquí, en el counter, mando yo. Tú no viajas.
Sí, debe de ser terrible. Por caridad, dejémosle a su ministro.
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