Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantes
rvasquez@peru21.com
Alberto Fujimori tiene mucha suerte aunque no mucho valor. A diferencia de varios líderes políticos que en sus buenos tiempos ejercieron el poder y, en la vejez, terminaron muriéndose en privado sin pena ni gloria, a él el destino le dio la posibilidad de morirse en la cárcel. Y eso, para un político que ha ostentado las insignias del mando supremo, siempre es un activo a explotar en aras de la posteridad. Y la posteridad es, qué duda cabe, la máxima aspiración a la que puede llegar un político.
Porque la cárcel no es para un político lo que sería para cualquier mortal, máxime si ese político ha sido dictador y tres veces presidente de la República. Un exmandatario encarcelado, no importa por los crímenes que sea, nunca está jubilado. Y la jubilación para un político es la ignominia de morirse con su lechecita caliente, viendo la televisión con la chimenea prendida y los pies enfundados en una colcha. O sea, uno más del montón. Así han muerto varios expresidentes de la República que hoy han desaparecido de la memoria colectiva habiendo sido hombres correctos y populares en su tiempo. Su tragedia política no fue la vejez, sino el retiro.
La cárcel mantiene vigentes a los líderes políticos porque les da un aura de martirio en la medida en que para el pueblo es muy difícil de entender y hasta de soportar la idea de un hombre fuera de lo común en la más oprobiosa de las situaciones. Y para cualquier hijo de vecino, esa es la cárcel. De más está decir que soportar estoicamente el martirio imprime destino. Y un político con destino es uno con poder. Y con el más importante de todos, el que se ejerce en la imaginación del pueblo.
Alberto Fujimori tiene 74 años. Padece de cáncer a la lengua que su hijo ha mostrado públicamente. Las fotos, sin duda, han causado efecto. ¿Cuánto años más le quedarán de vida a Alberto Fujimori? En esas condiciones, no más de cinco. ¿Qué son cinco años más para un político que pretendiese, torciéndole la mano a la fortuna, lavarse la cara ante la posteridad?
Porque, vamos. A Fujimori el político no le quedaba más remedio que morirse en la cárcel si hubiera aspirado a que en la balanza de la historia pesen más sus triunfos que su prontuario. Porque no es la muerte como la de cualquiera la que expiaría sus crímenes, pretendidos o reales, sino la cárcel. Morir en la cárcel habría hecho que se vayan por el desagüe Montesinos, Hermoza Ríos, la corrupción del régimen, Colina, su huida, la renuncia por fax desde el Japón, su candidatura al senado del emperador, en fin, lo que todos ya sabemos. Quedarían en la memoria colectiva sus logros que fueron decisivos en su tiempo para devolverle al Perú paz y esperanza.
Pero Fujimori ha cometido el peor error de su vida política: pedir el indulto. Ha buscado compasión en vez de conmoción. La compasión es para los débiles. La conmoción, para los fuertes. Y los fuertes tienen que inspirar dignidad para conmover. Entre barrotes, enfermo y enclenque, digno era no pedir la gracia de nadie. Porque los barrotes del ‘chino’ eran como el manto púrpura de los poderosos del pasado.
Y sí, pues. Fujimori no ha dado la talla. Le quedó grande la historia. Olvidó que, para cualquier político, el púrpura siempre será una buena mortaja.
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