Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantes
El príncipe entró por la cocina pues tenía las botas imposibles de barro. Eran de hule amarillo, del que ya no quedaba sino lunares. Sin perder tiempo, pues su café lo esperaba hirviendo en el mesón de la servidumbre, el heredero del trono británico se deshizo de un poncho verde olivo, también de hule, mientras pasaba una mano despreocupada por su tweed de patrón Houndstooth un tanto pasado de moda. Unas cuantas gotas salpicaron a su secretario, que, de inmediato, recibió una sobria amabilidad del príncipe de Gales. Carlos estaba de espléndido humor esa mañana. La tormenta que asoló la comarca no había hecho mayor estropicio en Duchy Home Farm, la granja en la que el príncipe cultiva sus zanahorias, espinacas y manzanas a los pies de Highgrove, su campestre mansión de temporada. Por eso es que, ni bien instalado en la cocina, el súbito estremecimiento del príncipe, mientras ojeaba el diario, causó susto y mucha confusión.
Se trataba de los quesos franceses… esos que estaban servidos en su mesa y que Carlos adoraba: arruinados. Todo estaba a punto de decidirse en Bruselas por los burócratas de la comunidad. No recuerdo bien los detalles de esa vieja nota, pero el asunto es que no cumplían con los “estándares de calidad” mundiales a los que buscaban ceñirse las normas europeas. Las infinitas bacterias, causantes de su delicia, eran “insalubres” para los tiempos que corren. Ello “atentaba” contra la “competitividad”, pues los quesos y sus bacterias –decían los “expertos”– no podrían entrar a los exigentes mercados de los cuatro puntos cardinales, ni se diga de los de la Unión Europea.
Francia, por supuesto, había gritado al cielo. Nunca había tenido problema con la “exigencia” de los mercados mundiales porque sus quesos, con sus bichos de todos los pelajes, son los más cotizados del mundo. El “mundo” para los franceses se reducía a paladares como los del príncipe Carlos y a la milenaria tradición y fama de su reputada cocina. Así, pues, si los quesos le gustaban a un príncipe, era porque no podían ser mejores. Y lo que era bueno para el príncipe era bueno para el que pretendía ser uno en Walmart, Wong o Metro y no al revés.
En el Perú el debate por la “calidad del queso” está hoy en la tajada del lucrativo mercado de las universidades. Una nueva ley está a punto de debatirse en el Congreso para “mejorarlas”. Como el camino al infierno está siempre empedrado de buenas intenciones hay que tener bien claro cuál es el infierno. Para algunos el infierno es el fin del negocio. Se acabará con la inversión y, pues, con la universidad. Por ello, en “nombre de la universidad”, el empresariado es el que ha levantado más la voz.
Pero el hecho es que la ley no mejorará la calidad universitaria ni la inversión tampoco. Y esto se debe a que la premisa de la cual parten reguladores y proinversionistas es que la universidad debe ser para todos. Ese es el mito de la igualdad puesta al servicio del negocio. Su corolario es siempre la masificación. Y si hay una verdad en este mundo, es que nada masivo tiene calidad. Por lo tanto, concebir una universidad para todos nunca se tendrá por más inversión traducida en costosos procesos de certificación internacional que cuelguen en los rectorados.
Por lo pronto, se va haciendo falso que, para el perfil universitario, la competencia mejore la calidad en el marco de un mercado masificado. Por el contrario, la arruina. Basta con ver la rigurosidad de los procesos de selección de ingreso cuando las universidades se contaban con los dedos de la mano para comprobar que, después de las reformas liberales de los 90, hoy entra cualquiera. Antes, no. Entraban los que debían entrar, que eran muy pocos y se quedaban afuera los que debían, que eran legión. ¿Que adónde debería ir esa legión? No lo sé, pero no a la universidad. Hoy es esa legión la que sale de todas las universidades, nuevas y viejas por igual. Ese es el resultado de la “competencia”.
Querer convertir a todos en el príncipe Carlos es imposible. En esa quimera igualitaria lo único que se logrará es arruinar la excelencia de los quesos de su mesa. No habrá entonces ni príncipe ni buenos quesos. Para la calidad ese es todo el dilema.
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