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Opinión

Sería lo mismo que vestir a Keiko, Lourdes y Alan con bata blanca, mascarilla y guantes quirúrgicos para que contribuyan al mejoramiento de la ciencia en su afán de buscar una fórmula exitosa contra el SIDA.

Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantes
rvasquez@peru21.com

Es un lugar común desde la última década del siglo XX que los políticos profesionales no sirven para nada. El hecho de que durante los años 80 los dos gobiernos democráticamente elegidos no pudieran hacer frente con éxito al fenómeno terrorista en corto plazo y que, además, se embarcara al país en una serie de aventuras ideológicas que terminaron por arruinar la economía, y con ella a las clases medias, sellaron en la percepción pública una imagen reactiva sobre la política y los políticos. Profesión y tradición política se convirtieron así en insultos y en paradigmas de lo que no debiera ser un político.

Caído el fujimorismo, que cultivó con esmero esta imagen despreciable de los “políticos profesionales”, a la opinión pública y a los electores no les quedó más remedio que aceptar a regañadientes –al pueblo nunca le gusta admitir que se equivoca– que quienes habían reemplazado a los políticos bajo los virginales ropajes de la “independencia” y el “tecnicismo” también habían dejado al país en ruinas, sino esta vez económica, sí política y moral. Baste recordar cómo terminó aquel régimen “alternativo” a la política y cómo terminaron sus líderes para reconocer como un dato objetivo de la realidad que a los “independientes” tampoco les fue nada bien en el manejo de la cosa pública.

Hoy, como una suerte de “eterno retorno de lo mismo”, el asunto parece volver a repetirse contra los políticos profesionales y una marcada oposición ciudadana a lo que constituyen sus códigos de conducta y su acción. Otra vez se piensa en una “renovación” de la política, alentada esta vez desde cierta prensa y “colectivos sociales” que animan a participar a los independientes, es decir, a aquellos cuya profesión no es la política, a hacer política y “enaltecerla” en virtud de que son –esa es la hipótesis– los “mejores” los que deberían liderarla.

Este desdén de la política como profesión parte del estúpido supuesto de que cualquiera, en tanto ciudadano que paga sus impuestos, está habilitado para participar en política con el pergamino que le da, en el mejor de los casos, su buena fe y algún éxito profesional en la actividad privada. Contrario sensu, de menor a mayor grado en la profesionalización política, sería lo mismo que vestir a Keiko Fujimori, Lourdes Flores y Alan García con bata blanca, mascarilla y guantes quirúrgicos para que contribuyan al mejoramiento de la ciencia en su afán de buscar una fórmula exitosa contra el SIDA.

De suyo va que ha sido, precisamente, este razonamiento estrafalario aplicado a la política el que ha contribuido a arruinarla. Baste ver cuán profesionales de la política son todos aquellos que en el Congreso son el mal ejemplo que la población señala. ‘Robacable’ podrá ser muy exitosa en su profesión de tomar lo que no le pertenece y ‘Comeoro’ en catar metales preciosos pero, ¿en política?
Lo que el pueblo tiene que entender es que la política, como cualquier actividad especializada de la vida, es una profesión. Tiene su propia dinámica, sus propios códigos de acción y su propio objeto y visión. Es, en suma, una carrera como la de ingeniero, médico o programador de computadoras. Se enseña en los partidos políticos tradicionales. Trata del poder, de su conquista y de su retención. Y no se le aplican códigos de otras profesiones ni puede ser entendida en su complejidad desde la moralina propia de un té de tías o el cotorreo de empleadas domésticas.

Así, al revés de lo que piensan los idiotas o los ingenuos, mientras más políticos profesionales sean elegidos y menos los diletantes que ocupen sus lugares, mejor le irá al Perú y a todos los peruanos. Es puro y simple sentido común.


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