Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com
Tres meses atrás, justo cuando –con algunos de mis grandes amigos de toda la vida– regresábamos de un viaje maravilloso al Valle Sagrado, el esposo de Gracia –noble escriba periodiquero que la esperaba en casa tras un cierre de edición– sufrió un terrible derrame cerebral que lo ha dejado postrado, en estado de coma, desde entonces. Y, desde entonces, la vida de Gracia parece haber quedado entre paréntesis, suspendida, en stand by, en una especie de limbo del que no puede o no quiere salir. Al inicio, nos organizábamos por turnos en una especie de guardia de hermanos para acompañarla en esa fría clínica donde debía pasar sus noches y sus días pero, conforme pasaron las semanas y el pronóstico médico siguió siendo monótonamente desalentador, la vida de todos siguió su curso y cada quién volvió a sus preocupaciones y a sus quehaceres, menos ella. Entonces, al ver que todos teníamos otros asuntos más urgentes en qué pensar, Gracia se sintió abandonada. O, por lo menos, eso es lo que nos ha mandado decir ayer a sus viejos amigos cuando, preocupados de que hubiera dejado de responder nuestras llamadas, intentamos ir a visitarla: Cuando esté lista para hablar con ustedes, se los haré saber. Mientras tanto, no vengan a verme, no me acompañen, no me llamen. Muchas gracias, pero no me ayuden.
Te escucho, Gracia, y no te reconozco. Te escucho y me reconozco, más bien. Me escucho a mí mismo en mis días más hórridos y solos, engreído en mi burbuja de miseria: cuando has tocado fondo, llega un momento en que ya no quieres salir a la superficie sino hundirte más y más, hundirte hasta el fondo la navaja de la pena, regodearte en la maldita tragedia que te ha tocado en suerte, encapsularte en ella, llegar hasta el corazón de las tinieblas para quedarte allí a vivir y sentirte, por fin, el ser más desdichado de la tierra. Pero el arribo de la desgracia –sería bueno que lo tengas claro– no te convierte en un ser especial. Les pasa a todos. Tarde o temprano, la desgracia nos visita a todos y a todos nos masacra por igual. Los que te llamamos aunque no nos contestes, los que vamos a buscarte aunque nos mandes decir –con una secre– que no nos atenderás, en suma: tus amigos que te queremos (y no dejamos de pensar en ti) también sabemos muy bien qué cara tienen la enfermedad, la pobreza, la soledad y la muerte; nosotros –todos, sin excepción– también hemos visto agonizar padres, madres, hermanos, amores, también hemos mordido las paredes de la desesperación, también hemos llorado cuando nadie nos escuchaba, ni siquiera tú. ¿En verdad piensas que el destino se ensaña contigo, Gracia?, ¿te parece que el universo te agrede? Piensa de nuevo: el enfermo es tu esposo, no tú, tú estás sana. El que necesita toda la atención es él, no tú. Piensa de nuevo: la empresa donde él trabajó podría no estar pagándole por todos estos meses la clínica más cara de Lima. Podrías no tener el trabajo envidiable que tienes donde tus jefes creen ayudarte permitiéndote no trabajar, mirar el techo, ir de visita, hacer terapia de oficina en oficina, llegar tarde o nunca llegar. ¿Has pensado que podrías estar horneando tortas o vendiendo tus cosas para costear el tratamiento?, ¿que podrías tener que amanecerte haciendo cola en la puerta de un hospital para conseguir una cita o un medicamento genérico? Hazte un favor y ponle pausa a la autocompasión. Y a la soberbia de atreverte a creer que nadie en el mundo es más infeliz que tú. Detente y agradece todo lo bueno. Tienes dos hijas hermosas y brillantes que están esperando que les digas toda la triste verdad. No porque no la sepan –que, por supuesto, la saben–, sino porque necesitan que seas tú quien se la digas. Perdóname la crudeza, pero ha llegado la hora de que salgas de tu escondite, sal de ese estado de negación en el que, en vano, te refugias, deja ya de pasarte películas y asume tu realidad sin orgullo ninguno. Nadie está preparado para esto. No hay una facultad que te enseñe cómo se hace para salir con vida de tamaña hecatombe. Y, sin embargo, todos aprendemos sobre la marcha, todos la sobrevivimos porque, si no nos ha tocado, mañana nos va a tocar. Abraza tu dolor con humildad. Abrázalo, que es tuyo y de nadie más.
Nosotros, Gracia querida, no somos tu staff, no somos psicólogos ni monjas, no somos baby sitters ni asesores espirituales, no somos enfermeros ni asistentas sociales. Somos mucho más que todo eso junto: somos tus amigos. Perdónanos si te decimos las cosas que nadie más te va a decir. Perdónanos si no te consolamos diciéndote lo que tú quisieras escuchar: que esto es solo una pesadilla y que mañana despertarás y todo será lindo otra vez porque ya nada será como antes y es mejor que lo sepas de una vez. Perdónanos si no organizamos una maratón de misas con coros polifónicos ni te garantizamos que todo se solucionará encendiéndoles velas a tales y cuáles estampitas, que todo cambiará rezando ochenta mil rosarios. Perdónanos si no te atiborramos de sedantes, somníferos y antidepresivos. Perdónanos si no te tenemos lástima sino cariño, si no te apapachamos con falsos diagnósticos, si no te acolchamos el mundo para que tengas la ilusión de que todo es suave y duele menos. Tienes derecho a estar enojada con el mundo por un tiempo, pero con nosotros no. No nos odies, no te desquites con nosotros, no te la descobres. Nosotros no tenemos la culpa de nada de lo que pasa. Nosotros siempre vamos a estar de tu lado. Haríamos cualquier cosa por ti. Cualquier cosa, menos doparte, menos vendarte los ojos, menos engañarte. Nosotros solo somos tus amigos y te queremos con toda el alma. Somos tus viejos amigos periodistas de toda la vida, pídenos lo que quieras, menos que te mintamos porque no lo haremos. ¿Te has preguntado si en este revés no habrá algún mensaje oculto? Si Dios existe, ha de ser él quien está produciendo tremendo cataclismo en tu vida. Pregúntale entonces qué es lo que falla, qué es lo que tienes que cambiar, en qué desafío no has dado la talla, qué es lo que el universo espera de ti a partir de mañana. Pregúntale, pregúntate.
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