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Opinión

Carlos Meléndez,Persiana Americana
La relegación de Brasil al duelo por el tercer lugar en el Mundial de Fútbol ha generado debate sobre sus implicaciones sociales y políticas. A tres meses de las elecciones presidenciales, en las cuales Dilma Roussef intentará la reelección, algunos analistas prevén que la congoja por la derrota encontrará en el gobierno del PT a su culpable; mientras, para otros, fútbol y política no están correlacionados.

La historia se remonta a 2007, cuando el entonces presidente Lula logró que la FIFA otorgara la sede del Mundial 2014 a Brasil. Dos años después, casi de salida, recibió entre lágrimas la aceptación de Río de Janeiro como sede de las Olimpiadas de 2016. En el mejor momento del “modelo brasileño”, Lula vendió la nominación de sendos eventos deportivos como la consagración del paso de Brasil al mundo desarrollado. “Solo falta que Corinthians gane la Libertadores”, se bromeó en su momento.

Para Soccernomics, los gobiernos deciden organizar megaeventos deportivos no por dinero, sino por felicidad. Estas ‘fiestas deportivas’ favorecen la cohesión social; se convierten en proyectos colectivos que difuminan divisiones internas y orientan a las sociedades anfitrionas a un norte común. Sencillamente, hacen feliz a la gente y a los políticos les conviene gobernar ciudadanos felices. Pero el mundial brasileño estuvo precedido de protestas surgidas de la mala administración del compromiso futbolero, y se resintió con ello la calidad de los servicios estatales. Una vez descartado el sueño del campeonato en casa, la decepción, en tono de vergüenza (luego del 7 a 1 que le propinara Alemania), amerita un tratamiento político de la infelicidad. Ardua tarea para el propio Lula, jefe de campaña (de facto) de la pretendida reelección de Dilma.


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