Beto Ortiz, Pandemonio
bortiz@peru21.com
Arreglando un cajón de mi escritorio, el domingo pasado, encuentro una foto de Juanjo, mi amigo y productor que murió en el 2007. Lo veo sonreír en la foto y sonrío también. Sigo revisando apuntes, garabatos, cartas, viejos papeles en otro cajón y, en eso, zas, otra foto de Juanjo, con su cámara al hombro entre los escombros del terremoto de Pisco, reporteando conmigo entre los muertos. Everything is illuminated. ¿Qué día es hoy? Llamo a mi amiga Maty y le cuento que me estoy encontrando con Juanjo a cada rato y, apelando a su memoria prodigiosa, le pregunto si acaso no fue por estas fechas que él decidió marchar. Mañana se cumplen cinco años –me responde–, te está pasando la voz. Nos reímos con nostalgia o, más exactamente, con saudade, esa mezcla intraducible de ausencia con alegría, esa tristeza agradecida. Caemos en la cuenta de que no hemos ido en años a dejar una flor en su tumba. Sí, pues, pucha –me dice–. El trabajo, los chicos, tú sabes, andamos como locos. ¿Y tú cómo has estado, ingrato? Hay que vernos, pues. Caemos en la cuenta de que nunca hablamos. Oye, no te pierdas, tú tampoco, cariños por casa, nos llamamos, ¿ya? Me quedo pensando. No se me ocurre otra cosa que subir una de las fotos de Juanjo al Twitter y al Facebook. Subo también algunas palabras, una pequeña oración o, lo que es lo mismo, elevo –al ciberespacio– una plegaria para él. I say a little prayer for you. Esa noche me voy a la cama pensando: mañana es 26 de noviembre, tengo que acordarme siempre de esta fecha. Apago la luz y, sin rezar, me duermo.
El 26 de noviembre amanece y ya no me acuerdo ni siquiera de que tengo que acordarme de esta fecha. Como todos los días me ducho, me afeito, me encorbato, me visto, manejo mi carro, entrevisto. Me dedico al periodismo y, por lo tanto, cuento muertos todos los días y, si queda tiempo, también les cuento la historia de los muertos que hubo ayer en el país. La vida transcurre idéntica. Los días son fotocopias infinitas. La trama de mi película presente es sensata y decente. También previsible, pero no me quejo, hay solcito, estoy sano, nada me duele, tengo saldo en el cajero y más tarde, probablemente, alguien me acepte un cebiche y se ría de mis chistes. Todo bien. A mediodía acaba mi jornada. Me aflojo la corbata, me pongo los lentes de sol y salgo a intentar escribir algo que valga la pena sobre la superficie de este flamante día que se despliega ante mí como una página en blanco. A la vuelta de la esquina, un mensaje de texto de mi amigo Iván llega a mi celular: “Hola Beto. Te escribo para contarte que mi padre partió esta mañana”. Su papá tuvo el mismo mal que los míos, y todo lo que hice fue prestarle un mapa del viaje que les esperaba. Esta es una edad en que los padres de todos tus amigos, uno a uno, se mueren. Llamo a la producción solicitando inmediato envío de flores lilas y, sin quitarme los lentes negros, acudo al ritual de los abrazos silenciosos. Es mejor no intentar siquiera decir nada. Escucho al pasar que alguien en el velorio exclama: “Qué horrible debe ser…Si se muere mi mamá, me muero”. Qué fácil es decir “me muero”. Me da ganas de decirle que no sabe de lo que habla, que no se haga demasiadas ilusiones. Conozco perfectamente el dolor de la orfandad pues lo poseo. Cuando la muerte llega, todo el mundo a cerrar el pico. A callar en todos los idiomas. No se ha escrito aún la frase que algún día nos servirá de fórmula para condolernos, para decir que nos duele el corazón que le arrancaron al otro, para decir “te acompañamos en tu dolor”, como si no supiéramos que el dolor no admite compañía. Al morir la tarde, me vuelvo a encerrar solo en mi guarida. Anochece. El violento olor de los jazmines me sirve para extrañar.
“Julio Polar se ha largado de este mundo. Infarto”, dice el primer crudo mensaje que aparece en mi teléfono al aterrizar en Trujillo la tarde del viernes 30. Es mi amigo Juan Carlos que, más que apenado, está furioso con sus colegas dibujantes que ahora se llenan la boca hablando del gran talento de Julio, cuando nunca le dieron una oportunidad. Yo también estoy molesto –pero conmigo– por haberlo abandonado como todos los demás. Alguna vez, hace como siete años, Julio Polar le dijo a mi amigo Andrés Edery –que, hoy con la misma pena que yo, lo ha dibujado en esta página– que se había enterado de que yo había contraído cierta cruel enfermedad. No era cierto e ignoro de dónde lo sacó, pero me molesté tantísimo que no volví a verlo nunca más. Por esa razón ridícula –una cojudez– lanzamos por la borda una amistad fantástica. Cuando yo tenía 18 años y estudiaba Derecho, y estaba aburrido y frustrado porque sentía que lo que quería hacer no era litigar sino dibujar, Julio Polar se apareció en mi vida como un endemoniado genio de la lámpara, como una fabulosa maldición que hoy agradezco por la poderosa influencia que tuvo en mí este loco maravilloso, eterno indignado, chalaco cultísimo y radical, el dibujante al que botaban a gritos de todas partes, el único artista verdaderamente underground que yo he conocido. Qué suerte que la primera chamba de mi vida haya consistido en pasarme las tardes y las noches a su lado, imaginando, escribiendo y dibujando –por kilos– chistes e historietas que pudieran llenar de cabo a rabo el Suplemento ¡NO! Trabajábamos ambos como obreritos asalariados en el taller de un famoso humorista gráfico y, como no debía notarse que entre los dos nos volteábamos las 16 páginas completitas, nos dábamos el lujo de escribir y dibujar con estilos y seudónimos distintos para que nadie se diera cuenta de que éramos un ejército de dos. La mañana del viernes 30, constatando que no me quedaría tiempo para entrevistar como Dios manda al pintor Eduardo Tokeshi, le propuse la idea absurda de caricaturizarnos mutuamente en televisión. Al hacerlo, al volver a dibujar después de décadas de no hacerlo, le estaba rindiendo a Julio Polar un homenaje involuntario, ignorando que, en esos instantes, la feroz molotov que lo había mantenido 67 años jodiendo sobre la tierra acababa de lograr el estallido perfecto. Perdóname la prosa, oh, Viejo profesor de rebeldía. Mañana, cuando regrese a Lima, espero alcanzar a leer en voz alta a Baudelaire sobre el cofre que contenga tus cenizas. Perdóname la prisa, pero hay un solazo allá afuera y yo ya no quiero seguir hablando de tu muerte, de mi muerte, de ninguna muerte. Perdóname la prisa, pero los patas me están esperando con dos cajas de cerveza en la maletera. La vida todavía aguarda allá afuera, esplendorosa, y esta tarde vamos a chupar hasta morir.
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