Beto Ortiz,Pandemonio
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Mi madre era maestra, directora de una escuela estatal de Breña, y mi padre, visitador médico de Laboratorio Cipa, aquel de la famosa Sedotropina, (que hasta hoy –por joder– pido, en las farmacias, como Metilbromuro de Homatropina). Irma y Humberto trabajaban durísimo, sus ingresos eran austeros y pagarme los estudios en la Universidad de Lima significaba depositar en mí todas las esperanzas que tenían. Imaginen la unánime decepción de aquel día. Casi se echan a llorar cuando me oyeron decirles que tiraba la toalla con la Constitución y todos los putos códigos, que no le encontraba sentido a paporreteármelos, que aquí nada de lo que decían las leyes se cumplía, que en los juzgados todo se arreglaba con plata, que en las clases me aburría horrendamente, que el Derecho me producía migraña, insomnio, gastritis, asma emotiva. “No seas tan poquita cosa”, sentenció mi mamá. Era la frase que siempre usaba cuando me veía achicopalarme ante el peso de los retos. “Si quieres estudiar otra carrera, primero recíbete de abogado”. No esperaba menos de ella. En mis tiempos no existían las democracias familiares. Las cosas eran mucho más sencillas: mientras vivías en su casa y ellos te mantenían, los padres mandaban y tú obedecías. Nada más. No había tu tía. Además, Irmita tenía tal geniazo que el menor intento por contradecirla era, desde el saque, batalla perdida. No discutí. Me fui a mi cuarto chacchando mi frustración, calladito la boca. Pero, al día siguiente, first thing in the morning, me cambié de facultad.
- ¿Por qué quiere ser periodista?, me preguntó uno de los tres miembros del jurado que decidiría si se trataba de real vocación o de un capricho pasajero.
- Quiero ver cómo es la vida de otras personas, contesté.
- El Derecho también sirve para eso.
- Las leyes son un ideal, dicen cómo debería ser la realidad y no cómo es.
- Y usted lo que quiere es…
- Ser testigo de la historia de la gente.
- ¿Para qué?
- Para contarla.
- ¿Y para qué?
- Siempre es mejor que todo se sepa.
Me admitieron. Y ese día de dicha comenzó mi doble vida. Bueno, mi primera doble vida. Durante cuatro años seguí fingiendo que acudía a mis clases de Derecho mientras estudiaba Periodismo a escondidas, como quién se deja arrastrar por un vicio incontrolable. Olvidaba sobre mi escritorio las separatas legales y escondía las de cine, radio y TV cual si se tratara de explícita pornografía. Y como a los loquitos de comunicaciones nos sacaban al ojo por el look bohemio, había que tener cuidado. Si en el grupo de estudio había alguien muy dado al chalequito artesanal y la amanecida era en mi casa, era mejor que se abstuviera de participar. La sola cercanía de una personalidad artística resultaba delatora. Ser periodista en el clóset me habría funcionado perfectamente si no fuera porque, un día de 1987, no pude resistir más a la tentación del papel, me senté ante mi vieja y ruidosa Olivetti, escribí un artículo que me tomó varias noches corregir y lo mandé a El Comercio. Un mes después ocurrió lo peor: lo publicaron. Enorme, firmado con mis dos apellidos. El inspirador contenido hubiera sido la envidia de Pilar Sordo y el título no podía ser más candelejón: “La Sonrisa”. Y como siempre es mejor que todo se sepa, antes que a cualquier tío se le fuera a ocurrir felicitar, desperté a mis papás y se los mostré, temiendo tempestades pavorosas. No las hubo. Poco les faltó para darse volatines de felicidad. Compraron el stock completo de varios quioscos, enmarcaron el recorte y atormentaron con él a los parientes por semanas. Y conforme fui escribiendo y dando muestras de quién era en realidad, las explicaciones comenzaron a sobrar. Nunca me gradué de abogado. De periodista, tampoco. Y, aunque a estas alturas del partido soy esto que soy, sigo pensando que me hubiera gustado parecerme un poco más a lo que ellos soñaban que fuera.
Y también me hubiera gustado parecerme más a lo que ustedes preferirían que fuera. Pero, modestamente, elegí el camino más difícil: ser esto que soy. Un exhibicionista tímido. Un egoísta solidario. Un malagracia cordial. Un conversador solitario. Quizás sea ahí donde resida mi éxito: paso la mayor parte del tiempo solo y lo disfruto. A los cuarenticinco, me doy el supremo lujo de dosificar la presencia humana a mi alrededor. De evitar el ruido de la eterna compañía. Si el infierno existe, debe ser una casa repleta de gente. He entrevistado gente que mató al amor de su vida, a sus padres y a sus hijos. Y aunque la muerte, a veces, me tiente, yo no tengo corazón para matar. Tampoco para morir. Y mucho menos dejándolo todo a medio hacer. Sonará poco literario, pero nunca intenté suicidarme. Me parece de mal gusto. ¿Quién tendría que limpiar? Soy la vergüenza de una familia que me enorgullece y viceversa. Me llamo Humberto pero también Martín porque de ese santito humilde soy milagro. Me dio tres dones: la generosidad, la insumisión y la locura. Soy hijo único, miope, visceral, neurótico, pícnico, hipotiroideo. Me regocijo en el silencio como un fraile benedictino aunque, salvo por el pelo que me falta en la coronilla, de monje no tengo nada.
Si me viera a mí mismo pasar por la calle, no voltearía a mirar. Soy demasiado gordo y velludo para gustarme. Soy alérgico al polvo. Soy adicto al sexo. Soy buen pobre. Paso, sin escalas, de la pijama al terno y viceversa. Paso la mayor parte del día encerrado, apenas oigo música, casi no hablo por teléfono, leo menos de lo que quisiera, me atormenta lo poco que escribo, jamás enciendo la televisión. Ni siquiera para verme. Si se me acercan lo suficiente, comprobarán que soy manso y suave, pero si me traicionan, me volveré tóxico en 7 segundos. Peligroso cuando me hieren. Mortífero si me abandonan. Soy engreído. Soy engreidor. Aunque la gente me dice que ahora le gusto mucho más que antes. Que he madurado. Que estoy en mi mejor momento. Que los golpes me han galvanizado. Seguro que si Irmita me viera mañana en la tele, estaría orgullosa de mí. Seguro que, sentada en algún mullido sofá, me contempla con una sonrisa y un control remoto en la mano. Apuesto que no cambia de canal. Ahora soy el nieto favorito de todas las abuelas. Soy la primera voz que escuchas al abrir los ojos, el encorbatado impecable que habla bonito, el hombre con el que te levantas todas las mañanas. Sorpresa: hay un líder de opinión en tu cama. Soy El Periodista Más Poderoso De La Televisión según la última Encuesta del Poder. Sorpresa: Soy el señor homosexual con el que te has despertado, sin falta, las últimas mil mañanas de tu (doble) vida.
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