22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Aunque nací una década después del fin de la Segunda Guerra Mundial, recuerdo que durante mi infancia los ecos de la contienda aún seguían reverberando en la conversación de los mayores. Además, los soldaditos con los que tanto me gustaba jugar reproducían las armas y uniformes de las fuerzas beligerantes, y, por supuesto, muchas de las películas y teleseries de entonces recreaban episodios de aquella lucha. Fue en esas circunstancias que me enteré de la barbarie nazi que había acabado con la vida de millones de judíos y de la existencia de los campos de concentración y exterminio. Y hasta ahora no he olvidado el impacto que me causó ver, en un fascículo de una enciclopedia sobre la guerra que coleccionaba mi padre, la fotografía en que un SS apuntaba con una metralleta, detrás de una alambrada de púas, a un niño aterrado que debía de tener mi edad y que llevaba una gorra que se parecía mucho a la mía.

He pensado en ello a raíz de la conmemoración de los 70 años de la liberación de Auschwitz. Fueron 1.1 millones de personas los que perecieron allí. Hoy, al cabo de tanto tiempo, son cada vez menos los sobrevivientes que pueden corroborar los enormes padecimientos que sufrieron en el “lager” más letal creado por la insania hitleriana. Y lo peor es que llegará el día, como bien advertía el escritor español Jorge Semprún –quien fue deportado a Buchenwald–, en que todos hayan muerto y ya no quede nadie para dar fe de lo que pasó en ese centro de reclusión, tortura y muerte. Por ello resulta tan necesario y crucial recordar su existencia, aun cuando sea un hecho doloroso. Es importante que las generaciones actuales y futuras sepan que hubo una feroz maquinaria genocida y una cruenta guerra que costó sesenta millones de vidas. Para que no se repita. Para que nunca se repita (aunque los exterminios en masa perpetrados más tarde en Camboya, Ruanda o Bosnia atenten contra nuestra esperanza).

Por desgracia, para los niños y jóvenes del nuevo milenio, el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial no parecen tener mayor interés. Son entradas de Wikipedia, viejos sucesos históricos que se remontan a una época distante y ajena, y, por tanto, tienden a pensar que no les concierne. Pero se equivocan de plano. No se dan cuenta de que lo que se dirimió en esa guerra sin precedentes fue el destino de Occidente, los principios y valores que nos permiten aspirar a una existencia digna. Si la humanidad hubiera sucumbido ante el horror, probablemente no estaríamos aquí para contarlo.

Hay varios testimonios imprescindibles que no debemos ignorar y cuya lectura exhorto vivamente, como aquellos escritos por Robert Antelme, Viktor Frankl, Elie Wiesel, Primo Levi, Jean Améry, Jorge Semprún e Imre Kertész, sobrevivientes de los campos que se atrevieron a recordar una experiencia infernal, entre otras cosas, para evitar que nosotros incurriéramos en ella.


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