He elegido este título de Cortázar, uno de mis autores de cabecera, para referirme a mi inminente partida, pues esta columna es la última que escribiré por el momento. Me alejo de estas páginas dominicales, las mismas que me han acogido durante un poco más de dos años. En una época en que hablar de cultura parece una extravagancia, ha sido muy estimulante defender un bastión de papel. Quizá soy un iluso, pero me identifico con las gestas de los soñadores y solitarios. Ahora me ordenan replegarme, contra todo pronóstico. Por suerte, llevo varios lustros en estos menesteres (pertenezco a una generación que aprendió a escribir con una máquina mecánica) y sé que el periodismo está sujeto a cambios de rumbo imprevistos. Como se decía antaño, son gajes del oficio.
Debo confesar que, cuando me ofrecieron encargarme de esta columna, dudé mucho en aceptar la propuesta. ¿Por qué? Por una simple razón: los periodistas suelen ser devorados por la rutina y no es fácil mantener el entusiasmo e interés que distinguen a las primeras entregas. De ahí que los cronistas se agoten y acaben recurriendo a artimañas para cubrir un espacio que no pueden dejar de llenar. En ese sentido, he intentado hacer todo lo posible para no incurrir en dicha falta, aunque, claro, eso solo podrán dirimirlo los lectores. Por otra parte, la brevedad de una columna es un escollo a la vez que un acicate. La concisión exige que se barajen las palabras hasta dar con aquellas que son indispensables, como si fueran gemas únicas. En mi caso, ha sido un verdadero reto, pues tiendo a explayarme y desarrollar un tema sin reparar en los límites establecidos. No obstante, admito que las restricciones obraron en mi favor, ya que me obligaron a sopesar cada frase con un celo propiamente literario. No en vano siempre he apreciado a los estilistas, como Hemingway o James Salter, el escritor al que le gustaba “frotar a las palabras entre ellas, como si las tuviera en una mano cerrada. Sentirlas dar vuelta, chocar, y después elegir nada más que las mejores”.
Quiero agradecer a la dirección del diario por haberme confiado esta franja dominical en la que he podido compartir, con entera libertad, mis lecturas, afectos y descubrimientos. Nunca he olvidado el día de mi adolescencia en que leí, en un suplemento, un artículo titulado “Ornette Coleman, el James Joyce del jazz”. Por supuesto, no sabía quién era Ornette y mucho menos Joyce, y tampoco conocía el jazz. Pero salí corriendo a buscar sus libros y discos porque el autor había logrado transmitirme su fascinación. Más adelante, cuando incursioné en el periodismo cultural, me propuse conseguir un efecto similar. ¿Habrá sido una quimera? Los lectores tienen la palabra.
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