02.MAY Jueves, 2024
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Opinión

“Vargas Llosa, qué duda cabe, es un maestro del arte de narrar, lo que le ha permitido orquestar una trama con una sagacidad digna”.

Vargas Llosa vuelve al cuento y lo hace de una manera formidable con El barco de los niños (Alfaguara, 2014), una hermosa historia inspirada en un relato de Marcel Schwob, La cruzada de los niños, que despertó la admiración de Borges y se inserta en lo que podríamos denominar literatura heterodoxa. Schwob pergeñó una obra inusual, a caballo entre la narración y el poema en prosa, conformada por varias voces –monólogos que, según los especialistas, anticipan Mientras agonizo de Faulkner–, y que influyó decisivamente en el autor de Historia universal de la infamia.

Estos antecedentes bastarían para abrumar a cualquier fabulador. Porque, ¿qué sentido tiene empeñarse en escribir algo que otros ya han hecho y, por cierto, muy bien? Pero Vargas Llosa no es alguien que se eche para atrás ante ningún reto. Todo partió de un proyecto del narrador italiano Alessandro Baricco, Save the Story, destinado a rescatar clásicos de la literatura para el disfrute de una nueva generación de lectores. Por supuesto, Vargas Llosa, podía haberse abstenido de participar o, en todo caso, elegido un referente menos complicado. Si bien ya se había aventurado en la ficción infantil con Fonchito y la luna (2010), ahora se trataba de crear un cuento dirigido a niños en el umbral de la adolescencia.

El barco de los niños aborda un tema fascinante como es el de la cruzada que, en el año 1212, emprendieron infantes de toda Europa, que, contagiados por la gesta de los caballeros católicos, decidieron ir hasta Jerusalén a arrebatar el Santo Sepulcro de manos de los infieles musulmanes. Esta empresa delirante y condenada al fracaso –la mayoría de los niños cruzados nunca llegaron a Tierra Santa y acabaron vendidos como esclavos– es uno de los mejores ejemplos de los desatinos propiciados por la fe y se ha convertido en uno de esos mitos de la historia que nunca serán dilucidados del todo.

Vargas Llosa, qué duda cabe, es un maestro del arte de narrar, lo que le ha permitido orquestar una trama con una sagacidad digna de los antiguos narradores, aquellos que, como en Las mil y una noches, sabían en qué momento suspender la resolución de la intriga para aumentar la tensión y acicatear nuestro interés. Su relato tiene resonancias de fábulas como las de Ulises y las sirenas, el judío errante y el barco fantasma. Por una vez, se aleja de su vertiente realista y sucumbe ante el sortilegio de lo fantástico. Este pequeño libro –que cuenta con sugerentes ilustraciones de Zuzanna Celej– es un notable homenaje al niño que alguna vez fue (¡que todos fuimos!) y que vislumbró que, gracias al poder de la imaginación, todo era posible.


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