La utopía social o política es un sueño colectivo. Es una ilusión que nace de la insatisfacción con el statu quo. Cuando ese sueño moviliza se pasa a un nivel superior; hay un cambio cualitativo: de un ciudadano inconforme, frente a un televisor, a uno que pisa la calle para elevar su reproche. El elemento disruptivo de la protesta crea la sensación de empoderamiento, de heroicidad en su nivel más cotidiano. Se crea un compromiso mayor, se endosa una causa activamente.
En el Perú no hay utopías movilizadoras propositivas sino reactivas. Nadie marcha para buscar alternativas a la informalidad (como bien lo menciona Jaime de Althaus en su última columna), para detener el avance de los poderes ilegales (como en México) o para exigir grandes reformas estatales (como en Chile en materia educacional). La utopía juvenil –si acaso– se encuentra en su fase más embrionaria: es un rechazo al estilo de gobierno –elitista, tecnocrático, soberbio– que se atreve a regular sin consultar. Pero aún no trasciende la queja sobre una norma hacia un enmarcado discursivo mayor. Hay conatos de ello (el plantón frente a la Confiep), pero la espontaneidad tiene sus límites.
Es aquí donde la despolitización y desorganización de la sociedad civil pasan la factura, y se corre el riesgo de que la utopía se diluya entre las manos. En términos generales, es positivo el reclamo juvenil porque significa que nuestra sociedad despertó de tanta siesta gastronómica. El año electoral próximo es una oportunidad para discutir las propuestas ideológicas frente a la reforma laboral y otras reformas (seguridad, corrupción) para debatir las utopías políticas de un país en desarrollo. ¿Llegar al Primer Mundo? ¿Tener trabajo digno? ¿Cuál es su sueño?
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