Escritor
No soy supersticioso, pero debo admitir que le tengo cierta manía al día martes. Después de todo, lleva el nombre del dios romano de la guerra. Y, caramba, este último martes, apenas abrí los ojos, la mañana me recibió con un puñetazo en plena boca: hacía apenas unas horas se había encontrado sin vida a José María Dolls Abellán, más conocido como José María Manzanares, uno de los mejores toreros de la historia.
La mala noticia tenía su toque de ironía: el maestro alicantino había muerto por causas naturales. ¿Cómo diablos puede morir por “causas naturales” alguien que se jugó la vida en los ruedos durante casi 40 años? ¿Se imaginan cuántas situaciones de máximo riesgo afrontó el diestro español a lo largo de su carrera? Se calcula que ha sido el torero que más corridas lidió en el siglo XX. Ya en 1997 había superado la friolera de 1,700 corridas, lo que implica que se había enfrentado al menos a 3,400 toros. Es decir, durante treinta luengos años, Manzanares expuso su vida ante dos toros cada semana.
Sí, por supuesto, los antitaurinos dirán que nadie lo obligaba, que él se lo buscó. Sin embargo, este es un réquiem y no el momento de debatir. Baste señalar que Manzanares fue muy claro y rotundo al definir su pasión: “Esto no es un trabajo. Es arte”. Y vaya si no era así en su caso. Por algo fue torero de toreros, pues sus primeros admiradores eran sus propios compañeros de profesión. Manzanares poseía ese raro y preciado don que distingue a los llamados toreros artistas: con un movimiento de su muleta, tersa y cadenciosa, ante la cara de un toro bravo, podía darnos la sensación de detener el tiempo y hacernos vislumbrar el misterio de existir. Tal era su temple y profundidad.
Manzanares obtuvo cuatro veces el Escapulario del Señor de los Milagros. Tenía debilidad por Acho y nuestra afición lo idolatraba. No en vano era apodado el “torero de Lima”, un honor que nuestros entendidos han conferido a solo dos o tres espadas cuya devoción y entrega a nuestra plaza desafiaba la razón (Antonio Bienvenida y Ángel Teruel, y, más tarde, Vicente Barrera). En el legendario coso bajopontino realizó faenas memorables, como aquella tarde de 1975, día de la Inmaculada Concepción, en que le cortó las dos orejas y el rabo a Fortuno, toro de Yéncala que minutos antes casi le quitara la vida al banderillero nacional José Scotto ‘Cucaracha’.
La repentina muerte de José Mari Manzanares me ha causado un profundo dolor, quizá porque me recuerda aquellos domingos en que recién aprendía a ver toros y seguía, fascinado, lo que él y el Niño de la Capea, con el que compartió tantos carteles, bordaban sobre la arena. Lo conocí brevemente, después de una tarde gloriosa, en su hotel, donde lo aguardaba un fervoroso grupo de aficionados, a quienes el matador, con su natural bonhomía y generosidad, no dudaba en convidar.
Años después, me conmovió mucho verlo arrasado en lágrimas, cargando el féretro de su banderillero Manolo Montoliu, muerto por una cogida en la Real Maestranza de Sevilla. Lo que me ha traído a la memoria una frase que le escuché hace unos días a Juan José Padilla, torero que perdió un ojo por una cornada, pero que aún sigue toreando, al comentar sobre la dimensión trágica de su oficio: “Porque aquí se siente de verdad, se sufre de verdad y se muere de verdad”.
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