El pasado domingo 5 de octubre, mientras usted recibía los resultados electorales en casa, cientos de ciudadanos en varias zonas del país protestaban en contra de lo que consideraban comicios injustos. Ya sea por electores golondrinos o por interpretaciones de fraude, dichas movilizaciones llegaron en algunos casos a la violencia. Urnas incendiadas, centros de votación destruidos, personal de la ONPE secuestrado y hasta tres personas fallecidas. ¿Por qué hemos llegado a tan altos niveles de violencia electoral?
El operador político ha cambiado de perfil. El encargado de movilizar cuadros y apoyos a favor de los movimientos regionales ya no proviene de un otrora partido tradicional (como fue en los noventa), sino que se socializó políticamente en un contexto de autoritarismo fujimorista y conflictividad social sin partidos (la primera década del 2000). No aprendió de los modales de la política partidarizada, sino que se cuajó bajo el dominio de las masas contestatarias. Los nuevos operadores políticos –versión devaluada del político tradicional– son el fruto de ‘Moqueguazos’.
No me refiero, por si acaso, a su bagaje ideológico, sino a su práctica política: inmediatista, efímera, de choque, antiinstitucional. No forman organizaciones estables, sino vehículos para acceder al poder. Pero, como en la política movimientista no hay reglas formales, la violencia se impone. No basta con ver lo atractivo que se han vuelto los cargos públicos en el interior ni tampoco enfocarnos solo en la penetración de los poderes ilegales en la política. El perfil del político local también ha cambiado hacia un molde más belicoso, polarizante, mercader, arisco a los acuerdos y a las coaliciones. En la política (neo) feudalizada no hay caballeros, sino corsarios.
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