Un estadista sabe escuchar las demandas ciudadanas y, sobre todo, sabe reconocer errores. Dar “marcha atrás” en reformas (máxime si son puntuales) no significa necesariamente una derrota, sino una mejor representación política. Por eso, luego de la sostenida movilización juvenil respecto a la ‘ley Pulpín’ (tres multitudinarias marchas, una más grande que la anterior), el gobierno de Humala debería derogar esta norma.
No porque la regulación sea positiva o negativa para fomentar la formalización laboral juvenil de hecho, este objetivo debería seguir en las prioridades del Ejecutivo, sino porque la discusión rebasó hace rato la dimensión técnica y se ha convertido en todo un símbolo ciudadano de rechazo al modelo del “piloto automático”: soberbia tecnocrática, presión lobbista-empresarial, reflejos autoritarios de outsiders sin partidos. La demanda movilizada ya ganó en el terreno simbólico y, por lo tanto, se requiere una salida política, no tecnocrática.
El Ejecutivo y sus voceros se equivocan en su insistencia de atacar los argumentos de los jóvenes movilizados. El efecto es contraproducente: afianza más a la oposición y agudiza la radicalización de las posiciones. Apelan insensatamente a un desgaste de la protesta, que, por ahora, goza de buena salud (cada vez mejor articulada). Las ‘enmiendas’ en la reglamentación no tienen el poder simbólico de una derogatoria: lo único capaz de calmar la creciente “ola anti-Pulpín”.
Un buen estadista no es solo quien lleva adelante sus políticas, sino quien sabe perder. Un mejor estadista es quien convierte la ‘derrota’ en triunfo. En cambio, el estadista fallido es quien se aísla aún más en su contumacia. ¿Cómo quieren pasar a la historia, señor presidente y señores ministros?
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