El asesinato del ciudadano Fidel Flores por miembros de la Policía Nacional del Perú (PNP) ha indignado a Cajamarca y gran parte del país. Es un relato salvaje sobre la ‘jerarquía’ de valoraciones en nuestra sociedad y sobre el desvarío en el que han entrado las fuerzas del orden, en medio de la crisis de inseguridad que afrontamos.
Flores fue un mecánico endeudado por comprar una motosierra contrabandeada (primicia: los informales que usted alaba se endeudan irresponsablemente). Esa deuda le llevó a perder la propiedad de su casa, la cual se resistía a entregar. Las imágenes televisadas reflejaban el enfrentamiento entre un hombre y el Estado, entre lo que él consideraba injusto y el acatamiento de una orden judicial por parte de funcionarios estatales. Al final, la propiedad valió más que la vida. Las declaraciones de la jueza involucrada, Carmen Araujo, son devastadoras: “Solo vi que se podían causar daños a la propiedad, así que ordené continuar el desalojo”. Para ella, la vida de un ciudadano no estuvo en riesgo.
El nivel de represión de la PNP es desproporcionado. Lo que cínicamente el presidente Humala llama “falta de profesionalismo” es la suma de problemas estructurales en materia de seguridad: agudización de la represión contra la población civil (sobre todo en zonas de conflictividad social), inversión de objetivos (no se trata de proteger civiles sino de tratarlos como “perros que son”, en palabras de un policía cajamarquino), la lenidad respecto a faltas cometidas por sus miembros (Ley 30151 aprobada por este gobierno exonera de responsabilidad penal al personal que cause muertes “en el cumplimiento de su deber”) y la presunta complicidad en delitos (trabajo “conjunto” con matones en desalojos).
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