Carlos Meléndez,Persiana Americana
Políticos, asesores, opinólogos y académicos se obsesionan con conocer cómo se comporta el electorado. El problema surge cuando los diagnósticos cambian según el gusto del cliente. Si coinciden con los intereses de los calificadores, estamos ante la “sabiduría popular”; si reflejan sus antípodas, ante el “electarado” o “corruptarado”. El uso antojadizo de estos términos refleja ignorancia sobre las razones que influyen en el voto. Sobre todo, cuando no hay constatación empírica sistemática que sostenga la calificación.
Sea el voto voluntario u obligatorio, la elección de determinado candidato persigue un beneficio que puede ser inmediato (clientelismo), simbólico (adhesión a emociones) o público (programático). La decisión electoral es la combinación de estas tres consideraciones, aunque casi siempre una de ellas prepondera, dependiendo de la oferta de candidaturas. Centrarse, exclusivamente, en una sola de dichas consideraciones (normalmente la programática) favorece la incomprensión de la elección de los votantes.
Por ejemplo, el elector limeño que prefiere a Castañeda privilegia el beneficio directo y concreto (como el elector de Waldo Ríos en Áncash, quien ofrece “500 soles no como regalo, sino como derecho”). Si no existen opciones pragmáticas (como Lima en el 2010), este mismo elector apuesta por una programática (lo que fue Villarán entonces). En zonas de conflictividad y tensiones con el poder central, la dimensión simbólica (léase la “dignidad regional”) pesa más. Esto último permite entender las preferencias por Santos en Cajamarca; Cerrón, en Junín; y Cuevas, en Moquegua. No es que el elector sea irracional, sino que no conocemos a cabalidad sus razones. Recordarlas nos salvaguarda de valoraciones parcializadas.
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