Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com
Hace varias semanas que paso en mi bicicleta por El Buen Gusto y me repito: tengo que ir a tomar lonche con Martha Hildebrandt. Sanguchitos caprese. Empanaditas de carne. Alfajorcitos de miel. Hace semanas que me digo lo tengo que hacer y no lo hago como cuando me digo: eso lo tengo que escribir y no lo escribo. Eso lo tengo que leer y no lo leo. Los amigos y los cafecitos no tomados se acumulan en la sección pendientes de mi agenda, sin remedio, como los libros no leídos, como los cuentos no contados. ¿No te angustia pensar en todo lo que deberías haber leído? A mí, sí. Muchísimo. Tanto que creo que un día de estos voy a mandar a la mierda la televisión y me voy a sentar a leer los centenares de libros que sigo acumulando y que no leo. Me regalan libros todos los santos días. Amor a los chicharrones, por supuesto. En la ilusión de que les haga, en cámaras, el cherricito de rigor, las editoriales me mandan de regalo absolutamente todo lo que publican y, en vez de alegrarme, lo único que consiguen es llenarme de ansiedad, de ansiedad de insignificancia. ¿Para qué publicar tantísimos libros si todo el mundo está ocupado conversando con su teléfono? Hay demasiada gente escribiendo demasiados libros y alguien debería detenerlos. Mandarlos presos, digo. En serio, ¿para qué seguirán publicando más libros aquí en el extraño planeta de los analfabetos funcionales?, ¿para qué seguir contando historias que ya no le interesan a nadie?, ¿por qué la política y la TV producen plata y escribir libros, no?, ¿en qué año nació ese imberbe autor que tiene más éxito que yo? Seguro que si algún día mi libro fuera –como el tuyo, el 2012, Espasa Calpe, nada menos– el best seller absoluto de la FIL, yo estaría aquí escribiendo más y quejándome menos. Bueno, bueno, escribiendo, por lo menos, estoy. Escribiendo y tomándome otra cervecita Imperial a tu salud en Palermo Viejo. ¿A cuántos periodistas de nuestro país les provocaría sentarse a tomar lonchecito contigo? Te tienen terror. Auténtico terror. Con toda seguridad, solamente a uno.
Me haces acordar un montón a mi vieja, Martha Hildebrandt. Listo. Ya está, ya lo dije. Te tengo camote por muchas razones pero, sobre todo, por esa razón. Porque me haces acordar a ella cuando te pones feroz, temible, atrabiliaria, tempestuosa. Cuando te enfurece la estupidez, la indolencia, la mediocridad, la ingratitud, la flojera, la ignorancia. Cuando te pones tan exigente como un entrenador de box, tan inflexible como un comando de elite. Cuando te haces la dura aunque, en el fondo, seas una melcocha. La gente no sabe que eres la única persona en el mundo –no exagero, la única– que me llama puntualmente las raras mañanas en que una entrevista me quedó presentable, los raros domingos en que un artículo me quedó redondito. Mi vieja hubiera hecho eso también. No se hubiera pasado los días apapachando a su guagua, diciéndole a su hijito lo bueno que es. Hubiera esperado pacientemente a que la ocasión algún día lo amerite. Se parecen, en serio. También le disgustaba –como a ti– que en el Perú fuera un elogio decir de un hombre educado que “es una dama”. Lo raro es que no sea igual de bien visto ser una madre. En un varón, digo. Algunos de mis amigos coinciden en opinar que soy una madre, así que hoy deberían estar regalándome batidoras, ollitas arroceras y demás huevadas. Una madre. Siempre me pregunto si debería sentirme halagado. ¿Soy una madre porque me preocupo por ellos, porque les cocino, porque les hago la movilidad o porque cuando se casan, automáticamente dejan de vivir conmigo, (pero si salen de noche, me dejan cuidando al bebé)? Soy una madre, okey, abrácenme por mi día. ¿Te imaginas, Martha querida, el yogurt que hubiera sido tu vida si te hubiera salido un hijo problema como yo?
Juntémonos para rajar. Para rajar y para renegar, que es lo que mejor nos sale. Juntémonos tú y yo por ninguna razón en particular, o por la mejor de las razones imaginables, juntémonos solamente por joder. El plan ya está trazado. Esto es lo que tenemos que hacer: pedirle a tu alcaldesa favorita el Teatro Municipal y sentarnos tú y yo a conversar en el centro del escenario con un par de micrófonos y un par de reflectores. Sin periodistas. Sin cámaras. Que la entrada sea libre, que vengan solamente los que quieran y todos los demás que se queden en su casa. ¿Qué te parece?, ¿te provoca?, ¿te apetece? Deja las babuchas y la batita de entrecasa y periquéate, fragánciate y enturbántate: vuelve a ponerte el abrigo de piel (de marta) que te compraste en Les Champs Elysées. Súbete al estrado a tus gloriosos ochentiocho y procurémosle a esta pobre ciudad tan pelotuda una noche memorable. Anímate. Nos vamos a divertir. Hablamos tú y yo y que los demás aplaudan.
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