La retorcida historia de Edwin Sierra y las hermanas colombianas ha llegado a saturarme, que tan solo escuchar que las están anunciando me produce rasca rasca. Soy un consumidor de este tipo de basurita farandulera, pero esta historia superó mi dosis de resistencia. Aunque no quieras verlas, aunque no sepas quiénes demonios son, ahí estarán las dos metidas en tu casa: la hermana cachetona, con el lacito en la cabeza; y la otra, la intensa, la crispada, la eternamente sobreactuada. En las mañanas están las dos, repitiendo lo que dijeron la noche anterior en un programa tras otro. En el almuerzo, también están y por partida triple. Si quiero pasar al cable, las veo. Si prendo la TV para escuchar bulla mientras estoy en el baño, ahí saltan las hermanitas. Siempre están, siempre. Yo podría apagar la TV o romperla a patadas si sus apariciones siguen como hasta ahora, pero ¿cómo huye de ellas el wachimán que no tiene cable?, ¿cómo hacen las señoras de los puestos si todos los televisores sintonizan el mismo wáter? Y si no están en las pantallas, están en los diarios. Si no las callan, me obligarán a contratar al primo del hermano de Edwin Sierra para que se meta con la sobrina de la prima de la hermana mala, y esperar a que se maten entre ellas.
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