22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

A inicios de año, la ministra de la Mujer, Carmen Omonte, rechazó la campaña publicitaria de Ladrillos Lark. La crítica apuntaba a tres paneles gigantes ubicados en el camino a las playas del sur, en los que la modelo Vania Bludau posa en casco y bikini al lado de frases del tipo: “Está dura”, “Está maciza”, “Está fuerte”. La indignación ministerial se justificaba en el sexismo del mensaje.

Sexista también podría ser el spot de la empresa Cassinelli, protagonizado por Gabriel Soto y Maricarmen Marín (vestida sin mostrar ni los tobillos). Dicho comercial asimila el cambio del diseño interior de una casa, a la fácil sustitución de la mujer. Acá, la discriminación es más sutil en tanto ajena al desnudo o al erotismo habitual.

La ausencia de ‘calata’ invisibiliza el tratamiento sexista; pasa piola ante los ojos censores de las autoridades. Ello muestra la carencia de políticas públicas que definan con precisión los criterios del abuso en materia publicitaria sin que, a su vez, se conviertan en potencial instrumento de censura y conservadurismo. El asunto es más complicado que un pronunciamiento indignado; delata que reacciones atinadas –como la de Omonte– son azarosas (no siguen una pauta institucionalizada) y se fundan en una concepción simplista de la discriminación de género (se “perdona el pecado”, mas no el escándalo de un bikini).

La lucha contra el sexismo comparte con el combate contra la apología al terrorismo la misma precariedad de fondo: la falta de regulación, dejando la iniciativa estatal al albedrío e interpretación del funcionario de turno. Termina siendo la fortuna (un paseo a la playa, la exposición “artística” de Movadef) y no la ley, quien llama la atención sobre temas relevantes de convivencia social.


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