Una política institucionalizada disminuye los niveles de incertidumbre. Los actores, más o menos, se comportan según los cánones previstos por la democracia. Las reglas de juego tienden a respetarse. Si existen patrones no normados oficialmente –lo que el argot politológico llama “instituciones informales”–, estos suelen ser conocidos y aceptados por la mayoría. Pero, ¿qué sucede cuando ese esquema que guía el comportamiento de las élites (y los ciudadanos) es en sí mismo inestable, fluido, cambiante, a tal punto de ser casi inexistente? ¿Cómo funciona una política carente de institucionalidad?
En una política desinstitucionalizada, el puesto de quienes dirigen las políticas sectoriales es volátil. La amenaza del cambio ministerial se vive con resignación desde quien viste el fugaz fajín. Dirigir una cartera depende no solo del mérito propio, sino también de cuántas pullas haya acertado la oposición, cuántos escándalos suman los noticiarios, cuántos currículos con potenciales reemplazos llegan a Palacio. Un mandatario que cree que un ministro es fusible (y no un co-responsable político del desarrollo del país) colabora aún más con la degradación.
En una política desinstitucionalizada, usted –estimado lector– podría ser el próximo presidente. Ok, no exageremos, el próximo parlamentario, alcalde o regidor. Cuantos más mortales crean que son portadores del capital político para convertirse en el outsider del 2016, de peor calidad es la política que nos gobierna (lea mi columna mañana). En una política desinstitucionalizada, todos los días es posible una reforma política, cualquiera. Se juega con algo tan delicado como una ley de partidos o un código electoral. Se humilla la reforma y se la convierte en ruido político.
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