En una región de la selva peruana, un ex candidato a la presidencia regional no se lamentaba mucho de su suerte en la campaña electoral a pesar de haber quedado tercero en primera vuelta. “Debo haber hecho una caja de 400 mil soles”, señaló en un arranque de honestidad brutal. “Gran parte de la campaña estuve como favorito –explicaba– y, aunque al final me fallaron unos alcaldes del interior, amigos empresarios –y no tan amigos– me tocaban la puerta para ofrecerme donaciones”. Nunca hizo inventario oficial de los aportes voluntarios recibidos ni tampoco gastó todo el dinero acumulado. “Perdí la elección, pero hice guita”, afirmó como balance de su primera experiencia política.
Una campaña electoral en el Perú puede ser onerosa (quizá para la mayoría de políticos), pero también puede resultar un gran negocio. La ausencia de fiscalización de parte de las autoridades electorales y la pasividad de los órganos de control permiten que el dinero transite sin obstáculos, que no se investigue el origen de los fondos y que se monten fortunas a costa de la comercialización de la política y del “lavado” de recursos de dudoso origen.
Ahora, lleve este ejemplo del Perú profundo a los casos más sonados a nivel nacional. ¿Le recuerda a algún telúrico candidato presidencial? ¿A alguna parlamentaria de estoica disciplina en el ahorro? ¿A la pareja de algún “estadista”? Es una hipótesis razonable creer que parte de las cuentas injustificables de políticos se funda en un empleo alegre de dineros no fiscalizados. En estos casos ya no estamos pues ante partidos, protopartidos ni federaciones de independientes, sino, simplemente, ante mercantiles del voto. La política como negocio es el éxito de unos y, a la vez, el fracaso colectivo.
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