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Opinión

“Las antes desérticas playas del Km. 100 se han convertido en destino de turismo interno”.

Veranear en la playa era sinónimo de libertad; la primera vestimenta del día era el traje de baño y, de allí en adelante, los shorts, polos y sandalias para montar bicicleta sin límites ciertos; para caminar, leer “chistes” (prohibidos en casa), mojarse en carnavales y hasta enamorarse eternamente, por tres meses.

Los muebles y aparatos viejos solían terminar sus días, digna y útilmente, en las casas de playa, sin que importase si el horno no funcionaba bien, ni si los sillones no eran del estilo de la mesa de centro.

Después de algún tiempo, pasé unos días en una playa de Asia: de noche, con las casas iluminadas y llenas de ventanas, se podría pensar que es uno de esos “reality” que muestran la vida cotidiana de una familia de clase media. Pero en el día, la uniformidad de construcciones, decoración y cantidad de personal y servicios disponibles, la asemejan a un extenso hotel de veraneo.

Difícilmente podrá competir Perú con las playas del Caribe o del Pacífico mexicano. Pero las antes desérticas playas del Km. 100 se han convertido en destino de turismo interno y generan los mismos beneficios: promueven la inversión, dinamizan la economía local, generan empleo calificado y no calificado para hombres y mujeres que, por unos meses, superan el salario mínimo.

Las críticas son muchas, algunas sin fundamento (los mozos de un hotel no comparten el happy hour ni la piscina con los huéspedes); otras más de fondo: las playas son públicas y, sin importar por dónde se haya accedido, todos tienen derecho a cualquier espacio de arena y mar. El camino de la autopista hacia los clubes es largo y caluroso. Un servicio como el que lleva a los muchachos a la discoteca podría ayudar a quienes hacen que su verano sea relajado, sofisticado y sin pagar pasajes de avión para toda la familia.

En cuanto a mí, me quedo con el mercado de los de antes y el shopping ambulante del sur chico.


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