“Los hipster son gente que gasta un montón de plata para verse pobre”. Así me lo explicaron y por eso entendí rápidamente por qué alguien pagaría más de 500 dólares por unas zapatillas que se ven viejas y rotas. Digo, ¡con haberme pedido las mías después de dos años de tenis! (Ese es el promedio que las hago durar). Solo les hubiera cobrado el costo de reposición, y eso…
La atracción por una moda es totalmente subjetiva. “Sobre gustos y colores, etc., etc.”. Ya lo sabemos, pero optar por jeans rasgados o zapatillas parchadas debería estar acompañado de optar, al mismo tiempo, por vivir en el quinto piso de un edificio sin ascensor, tener un auto de tercera mano con más de 100 mil kilómetros y veranear en Agua Dulce o, mejor aún, ir en micro a San Bartolo un domingo…
Pero, incluso esto, es privilegio de una clase emergente en la zona urbana donde, al fin y al cabo, se tiene acceso a servicios de salud, escuelas y transporte. Tal vez no los mejores, pero allí están. Y, aun así, la tasa de pobreza urbana está alrededor del 14% y en esa población confluyen la desnutrición, la anemia, el subempleo y la falta de oportunidades.
Esta pobreza es tan cercana que el sector empresarial no puede dejar de verla y hacer algo al respecto, incluso utilizando mecanismos a los que tiene derecho: construir Cunamás para permitir a las madres trabajar y a los niños ser mejor alimentados; involucrarse en la gestión de Essalud, que las empresas financian, para que brinde la mejor atención; utilizar la oferta de formación técnica de Senati que también pagan…
Y, lo más importante: pongámonos en sus zapatos; no sus zapatos.
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