Debería estar acostumbrada, pero ese cartel de “No hay vacantes. No insista” en la puerta de una obra sigue evocando la imagen de un padre de familia que volverá a casa a informar que no consiguió nada ese día. Y no porque no quiera trabajar, sino porque el país o el mercado no le dan las oportunidades.
Reza el dicho: “una muerte es una tragedia, un millón de muertes es solo una estadística”. Y estamos acostumbrados a leer las estadísticas con total frialdad, sin pensar siquiera en los rostros detrás del número. Cuando se publican las nuevas proyecciones de crecimiento con una frase que dice “revisión a la baja”, es muy probable que solo pensemos que es una lástima; que se necesita más inversión; que la culpa la tienen este y los anteriores gobiernos y que todo se ha visto agravado por los fenómenos naturales y, por supuesto, la corrupción.
El Perú ya está sufriendo, desde hace mucho, el costo de la corrupción. Pero, a diferencia de otros países, que han tomado medidas para castigar a los accionistas y funcionarios responsables, el Perú ha decidido castigar a las empresas, con el riesgo de romper la cadena de pagos y afectar a otros cuya única culpa es la de haberse cruzado con el empleador o contratante equivocado. Las medidas adoptadas, salvo que haya alguna explicación que no entiendo, afectarán también a empresas pequeñas, subcontratistas, proveedores y también obreros. Ellos no tienen los recursos para financiar un juicio y obtener sus pagos.
Ya la corrupción nos está costando demasiado. Acotar las pérdidas para el resto de la sociedad no significa impunidad. Por el contrario, significa no extender el castigo a los que menos se pueden proteger.
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