Se da mucha importancia a los “pecados de acción”, pero suelen dejarse de lado los “de omisión”, que pueden causar tanto o más daño que los primeros. Cuando un funcionario recibe un soborno para amañar una licitación, ese dinero (y más) se restará de recursos que podrían haberse usado para campañas de vacunación. Si un policía recibe dinero para no poner una infracción, está actuando de manera corrupta y degradando a todo el cuerpo policial, restándole autoridad, respeto y prestigio.
Pero, ¿qué ocurre cuando un funcionario demora aprobaciones durante semanas, o cuando devuelven un expediente porque, con el mismo nombre de la profesional, una vez decía “abogada” y luego “abogado”? Y no es necesario que un policía deje pasar una falta a cambio de un soborno. Basta con que ignore los cientos de infracciones que se comenten frente a sus narices, sin consecuencia alguna. ¿Nunca le han dicho ‘idiota’ subrayado con un bocinazo por frenar antes del cruce y no impedir la circulación cuando cambie el semáforo?
La “omisión” puede estar más extendida que la “mala acción” y conduce a paralizar proyectos de irrigación que darían empleo formal a miles de peruanos; a que carreteras –que debieran unir poblaciones y reactivar la economía– sigan sin hacerse, siendo escenarios de accidentes y muertes. Convierten sueños empresariales en pesadillas que expulsan cada vez a más personas del sistema. Generalizan comportamientos agresivos que, ante la falta de penalidades, convierten eso en regla y lo correcto en idiotez.
En el sector público, el contralor equivale al ‘Cuco’ al que temíamos cuando niños. Así como si no tomábamos la sopa nos iba a llevar el Cuco, ¿por qué no un contralor que, en vez de frenar, exija que los funcionarios saquen adelante los proyectos que el Perú necesita?
Se requiere un contralor que nos obligue a “tomar la sopa”.
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