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Opinión

“La situación se torna delicada, pues el vulgo no distingue matices y tenderá a identificar a todo musulmán como posible terrorista”.

Escritor

La escalada terrorista ocurrida esta semana en Francia ha causado la muerte de 20 personas y suscitado una conmoción de la que no será fácil recuperarse. El impacto es grande porque se ha producido en el corazón de Occidente, aunque, ciertamente, las manifestaciones del horror han recrudecido en los últimos tiempos y se han convertido en moneda corriente. Prueba de ello son los infames videos de los degollamientos de cautivos indefensos perpetrados por el Estado Islámico y que transmiten los noticieros. De cualquier modo, para la mayoría de los ciudadanos, eso es algo que sucede en un lugar remoto y en televisión. Hasta que, de repente, el terror invade tu calle y llega a tu puerta.

Más que un atentado contra la libertad de expresión, el ataque a la revista de humor Charlie Hebdo significa una brutal amenaza al mundo civilizado. Los ejecutores de la matanza son fanáticos que, desquiciados por una perversa inversión de valores, pretenden regresar a aquellas épocas siniestras en las que, en nombre de la religión, se cometían las peores tropelías.

A la humanidad le costó muchísimas penurias librarse de la barbarie y el oscurantismo. ¡Cuántos atropellos se consumaron antes de que Occidente fuese capaz de separar la fe y la razón! Hubo un tiempo en que la cristiandad emprendió la loca aventura de las cruzadas, obsesionada por acabar con los infieles que ocupaban Tierra Santa. Ahora, varios siglos después, los roles se intercambian. Los musulmanes fundamentalistas han lanzado su yihad contra aquellos que no comulgan con sus creencias. Es decir, los infieles somos nosotros.

Algunos piensan que la irracionalidad de los terroristas no les permite advertir que, con su intolerancia y violencia, solo consiguen generar un fuerte rechazo al islam. Sin embargo, eso es justamente lo que quieren. Su idea es polarizar las tendencias, agudizar la confrontación, incitar al odio y el repudio, de modo que los musulmanes que viven en Occidente sufran el desprecio y la exclusión, lo que facilitaría su progresiva radicalización.

La situación se torna muy delicada, pues el vulgo no distingue matices y tenderá a identificar a todo musulmán como posible terrorista. Las crecientes reacciones en contra de la inmigración revelan que el racismo y la xenofobia están a la orden del día en Europa. A estas alturas, ¿cómo convencer a la sociedad de que el islam es una religión de paz? Después de todo, ¿cómo entender esa fe que persuade a sus seguidores de que irán directo al paraíso si se inmolan para matar a los que no creen en ella?


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