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La última noche del año fuimos a una fiesta en el hotel de la isla. No soy de ir a fiestas ni organizarlas, llegué a la isla hace 25 años y entonces fui a una fiesta en un hotel de una familia sueca que ya fue demolido, aquella fiesta me impresionó por la cantidad de alcohol y cocaína que vi consumir, me abstuve de intoxicarme porque me había costado gran trabajo dejar la cocaína y con ella el alcohol, en mi caso ambos vicios iban de la mano y bailaban juntos una música satánica, autodestructiva, pero ahora, tanto tiempo después, había comprado dos asientos en la fiesta de la isla porque mi esposa tenía ilusión de ir, comer rico y acaso bailar conmigo. Yo estaba seguro de que la comida sería rica, tratándose de ese hotel y de lo que me habían cobrado por una mesa, pero no podía asegurarle que me lanzaría a bailar. Por amor, sin embargo, uno hace cosas locas, relaja sus reservas y prevenciones, se abandona gozosamente a hacer el ridículo y termina bailando (mal) con la persona a la que quiere complacer y cuya sonrisa nos confirma que algo hemos hecho bien. Llegamos a la fiesta más bien tarde, cuando los comensales atacaban con extraña premura la mesa de postres, como si aquella fuese la última torta de chocolate o de nueces, nadie por lo visto hacía dieta esa noche, y nos sentaron en una mesa en medio del barullo general. De inmediato pedimos champán, el más barato entre todos caros, porque mi esposa y yo comprendimos que dos copas nos harían más sociables, menos ariscos, y con suerte nos pondrían a bailar. Yo le dije: cuando quieras bailar, me avisas y te acompaño, pero no esperes a que tome la iniciativa. Ella dijo: cuando la orquesta toque una canción que me guste, te digo para bailar. Pero la orquesta, menos mal, tocaba unas canciones más bien antiguas, de índole tropical o caribeña, que mi esposa no sé si conocía bien, y a mí me sonaban a canciones que ya eran viejas cuando fui a la fiesta del hotel de los suecos, ya derruido y en cuya tierra se ha construido un edificio de apartamentos frente al mar. Sorprendentemente, muchos de mis vecinos en la isla bailaban con frenesí y no pocos habían llevado a sus hijos pequeños, que bailaban con la insolencia y el desenfado que solo tienen los niños al bailar. Sugerí comer. La comida estaba servida en varias mesas de un gran salón, y conté que fueron cinco las incursiones rapaces que hicimos, mezclando como indios bárbaros del sur, en un solo plato atiborrado, enrollados japoneses, comida italiana, delicadezas francesas y cosas fritas del menú infantil. En una de esas sigilosas emboscadas a las mesas de comida, me saludó una guapa amiga peruana, casada con un empresario de la televisión, amigo mío de toda la vida. Me dijo que mi amigo estaba en una de las mesas de la fiesta, yo no había alcanzado a verlo, la fiesta era más bien grande y había unas 300 personas y yo trataba de no hacer contacto visual prolongado con nadie, en parte por cortesía y también para evitar que me reconocieran y me pidieran una foto o una entrevista o una diatriba exaltada contra algún tiranuelo charlatán de nuestras repúblicas bananeras o mineras o vacunas. Pasaré a saludarlo apenas termine con los postres, le prometí a la guapa señora, aunque tenía mis temores porque en mi última novela uno de los personajes está vagamente inspirado en aquel gran capitán de la televisión que me dio mi primer trabajo en su canal y me abrió un camino que luego se me hizo la vida entera. Poco después, y tal vez porque no encontré coraje para acercarme a él, temeroso de que me hiciera algún reproche por las licencias que me permití en aquella novela que podía haberlo mortificado, me encontré con mi viejo amigo. Estaba en silla de ruedas, una silla moderna que controlaba con facilidad, y, aunque había perdido las fuerzas para caminar, no le faltaba el ímpetu para imponer su carácter. Me saludó afectuosamente, le presenté a mi esposa, la trató con cariño, no hizo ninguna alusión a la novela malhadada, me conmovió verlo tan mayor y, sin embargo, tan lúcido, tan risueño, tan brillante como toda la vida. Le agradecí, le dije que siempre estaría en deuda con él, me quité el sombrero multicolor que me habían regalado al entrar en la fiesta y le di un beso en la mejilla como si fuera mi padre, el padre que yo había elegido, o como si fuera mi tío italiano, y yo, su sobrino no menos mafioso que lo admiraba profundamente. Al darle un beso en la mejilla, él, viejo lobo de mar, se sorprendió, y su sombrero multicolor cayó al suelo y le dije sin pudores cuánto lo quería. Luego hablamos de su salud y, por supuesto, hizo bromas y dijo que por el momento se había olvidado de caminar, pero ya volvería a acordarse de ese viejo hábito. Me invitó a pasar por su casa en la isla, me dijo la dirección por si la había olvidado, yo recordaba muy bien aquella casa y su otra gran mansión en la isla, adonde alguna vez me invitó a cenar, a conspirar en la biblioteca, a presenciar con qué autoridad ejercía su poder por teléfono a sus lugartenientes o súbditos en la ciudad en que nacimos, donde tenía siempre negocios boyantes, florecientes. Le prometí que pasaría a visitarlo y aún no he cumplido. Se me agolparon tantos recuerdos que me quedé un momento en silencio, saboreando el champán, agradeciendo al azar y sus laberintos y vericuetos por haberme permitido conocer a ese personaje de textura literaria, uno de los fundadores de la televisión en mi país, un empresario visionario, infatigable, depredador, a veces frío y despiadado con sus enemigos, pero leal y protector con sus amigos. Me consta que es así porque siempre me trató con extraordinario cariño, aun cuando ya no trabajaba en su canal o cuando su canal ya no era suyo a pesar de que él reclamase tal cosa en las cortes. Más tarde mi esposa me dijo para salir a bailar una canción magnífica, inmortal, el himno de mi adolescencia, la canción con la cual los chicos rompíamos el hielo y sacábamos a bailar a las chicas o nos quedábamos planchando nuestra derrota. Bailábamos esa muy digna versión de Pedro Navaja cuando de pronto mi esposa, que no había nacido cuando un panameño se confabuló con sus amigos para tramar esa canción, me dijo que mi amigo en silla de ruedas estaba bailando Pedro Navaja con su guapa, encantadora esposa. Volteé y lo que vi me pareció la imagen más tierna y conmovedora de cuantas presencié aquella noche: mi amigo, el magnate, ahora disminuido físicamente por el paso de los años, movía su silla de ruedas de un modo cadencioso, acompasado, mientras sonreía y miraba con ojos deslumbrados a su esposa hechicera, vestida de rojo, que se contoneaba frente a él, como si solo ellos estuvieran disfrutando de la canción, como si nadie los mirase. Pero todos miraban de soslayo a ese hombre mayor, canoso, sonriente, que tenía el carácter, las agallas, el espíritu joven para salir a bailar en silla de ruedas, qué carajos. Y los niños lo miraban y se reían, y lo festejaban sin saber que ese hombre había inventado la televisión peruana y luego, tantos años más tarde, yo lo vi, los celulares peruanos que eran como unos ladrillos, empresa que luego vendió por una fortuna a una transnacional. Yo bailaba y saludaba con reverencia a mi viejo, querido amigo, y pensaba que los grandes hombres mueren así, de pie, bailando, aunque estén en silla de ruedas. Luego vi que mi amigo perseguía a los niños y los hacía reír, y él reía con ellos y ese momento, faltando media hora para el nuevo año, me pareció de una belleza sin par: al final del año, de la noche, acaso de su vida, mi amigo no era ya el millonario, el dueño de grandes empresas, sino un viejito en silla de ruedas que parecía desmesuradamente feliz haciendo reír a unos niños que no conocían su leyenda y veían en él a un abuelito pícaro y revoltoso. No sé si volveré a verlo, soy un coleccionista de imágenes y elijo guardar y atesorar esa penúltima foto al paso de mi gran amigo, bailando en silla de ruedas Pedro Navaja, matón de esquina, quien a hierro mata a hierro termina.
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