22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Mi esposa me ha puesto a dieta. Estoy pesando noventa y siete kilos. Debería pesar ochenta y cinco. Llevo dos semanas a dieta y he bajado apenas dos kilos.

La dieta consiste en no consumir azúcar, nada que tenga azúcar, ni las cosas obvias que más engordan: pan, arroz, pasta, galletas. Solo debo comer pescado, pollo, clara de huevo, frutas y verduras, en las cantidades que quiera.

Una parte importante de la dieta es tomar mucha linaza mezclada con jugo de naranja. Según mi esposa, la linaza obra maravillas en el sistema digestivo, me purifica, deshincha y ayuda a eliminar fácilmente casi todo lo que como.

Lo que más trabajo me cuesta es no comer chocolates ni helados pasada la medianoche, cuando me asalta una urgencia suicida por endulzarme el paladar.

La otra noche regresé a casa después del programa, tomé tres jugos de naranja con linaza, me abrigué porque, siendo enero, invierno en la isla, hacía frío, y salí a caminar los tres kilómetros que recorro cada madrugada, sin falta, no tanto para ejercitarme, pues camino a paso reposado, sino para disfrutar de la noche, despejar la mente y cuidar el espíritu: tengo para mí que las caminatas nocturnas me sirven para templar el ánimo mejor que las meditaciones en posturas de yoga que, con la ayuda de una profesora, ensaya mi esposa.

Caminar a medianoche por la isla es una rutina en extremo placentera, porque uno no encuentra peatones, perros, ni tan siquiera automóviles casi, tan solo un carrito de golf que pasa muy esporádicamente y algún gato que mira con astucia desde la penumbra, de modo que se puede pensar y hasta hablar a solas sin que nada nos interrumpa ese momento ensimismado de confrontarse con uno mismo y sus deseos, planes, ambiciones, y también, claro está, sus miedos y rencores. He caminado de noche en otras ciudades en las que me ha tocado vivir, pero ninguna tan apacible, segura y cálida como esta isla.

Aquella noche en que todo parecía estar bien, en paz, caminé kilómetro y medio hasta llegar a la fuente de agua, me detuve, elevé una plegaria siendo agnóstico por la memoria de la adolescente que perdió la vida en un absurdo accidente el primero de enero a las ocho de la mañana, cuando el conductor de un coche deportivo de alta gama, un joven menor de edad, se estrelló contra un poste de luz, y la chica de apenas diecisiete años, pasajera en el vehículo, no pudo sobrevivir a tan incomprensible colisión contra unos árboles y un poste de alumbrado público, y vi las flores y las velas encendidas allí, en el lugar donde ella perdió una vida llena de promesas, y pensé en lo antojadiza que era la suerte, y en cómo unos simplemente tenían mala suerte y fallecían porque el azar se ensañaba con ellos, y otros teníamos buena suerte, acaso mejor de la que merecíamos, y conseguíamos seguir vivos, en pie, gozando de buena salud.

Emprendí el camino de regreso cuando sentí que la linaza hacía efecto inmediato, me provocaba retortijones en el estómago y anunciaba que debía aliviarme pronto. Apuré el paso. Tenía que andar a toda prisa quince cuadras largas para llegar a casa. Estaba habituado a caminarlas morosa, sosegadamente, casi zigzagueando, como el gran haragán que soy, pero ahora la urgencia estomacal me obligaba a dar trancos largos, como los que dan las personas que tienen poder o creen tenerlo, o las que pasan de una cita importante a otra, como si la vida fuera a acabarse mañana. Cuanto más rápido caminé, más poderosa se hizo la urgencia de aliviarme. Comprendí que los movimientos sísmicos en mi vientre de manatí a dieta me advertían de que, así las cosas, no llegaría al baño de casa. Caminé más rápido, empecé a correr, pero la barriga emitía sonidos pedregosos, telúricos, anunciando una catástrofe, un desastre, y entonces pensé: tal vez deberías tocar el timbre de una de estas casas y pedir el baño prestado. Pero era tarde, la una de la mañana, y casi todos dormían en la isla, y no pocos vecinos me conocían por mi trabajo en televisión y los años que llevaba viviendo en el barrio, y me dio vergüenza pedirle ayuda a un buen samaritano.

Entonces me resigné a que, como nuestros antiguos antepasados, los monos o chimpancés que aprendían a caminar erguidos, sería inevitable evacuar en algún rincón oscuro, detrás de un cerco vivo de cipreses.

Estaba eligiendo el lugar donde habría de expeler mis deposiciones de ley cuando empezó a llover a cántaros. Lo que faltaba, pensé. Me estoy cagando y se larga a llover y ahora me voy a mojar hasta el culo, me dije.

Me escondí como un animal temeroso, rogué al azar que me protegiera de algún viandante que pudiese pillarme haciendo esas cosas innobles en la vía pública, me abandoné a los dioses de la fortuna, me bajé los pantalones, me puse en cuclillas, como el mono que todavía era, e hice lo que tenía que hacer. Sí, la linaza era tremendamente digestiva, tanto que sentía que estaba pariendo un feto de seis meses entre los arbustos.

De pronto sonó el celular. Era mi esposa. Me dijo que estaba preocupada porque con la lluvia tan copiosa seguramente estaría mojándome de pies a cabeza y que saldría de inmediato a recogerme. Le agradecí. No quise explicarle lo que estaba haciendo para no herir su sensibilidad.

En esa circunstancia me encontraba, tratando de agazaparme bajo un sauce llorón, rogando que no pasara un auto, un ciclista, la patrulla de la policía, un peatón impertinente, cuando atisbé las luces de un vehículo que se acercaba a baja velocidad, en dirección a mi escondrijo, donde continuaba depositando mis desechos.

Ella bajó, me llamó por mi nombre, y yo me agaché todavía más y no respondí.

–¡Amor, soy yo! –reconocí la voz de mi esposa, y luego oí cómo se reía.

–No me mires, por favor –imploré, humillado.

Ella se dio vuelta, siguió riéndose y preguntó:

–¿Tienes papel higiénico?

–No.

–¿Y con qué te vas a limpiar?

–Con las hojas.

–No seas tonto, te paso paños húmedos.

Se acercó, me vio así, en cuclillas, escondiendo el mojón, mirándola con profunda vergüenza, y pensé que no me amaría más, que me dejaría, que nuestro amor no sería capaz de sobrevivir a esa imagen repugnante, patética, que le había infligido, y ella me alcanzó los paños y siguió riéndose sin poder contenerse, mientras yo me limpiaba.

Cuando me subí los pantalones y me dispuse a entrar en la camioneta, después de tapar con hojas de calicanto mis residuos, como los gatos ocultan sigilosamente sus excrementos, vi con pavor cómo se abría la puerta de la casa en cuya fachada me había recogido para dejar una donación de guano de pelícano triste, y salía un tipo en ropa de dormir y sandalias, cubierto por un paraguas, y me preguntaba, en perfecto español:

–¿Se encuentra bien, señor Baylys?

–Sí, sí, muy bien –respondí, y no quise acercarme ni darle la mano.

–Lo vi en las cámaras de seguridad y quería ofrecerle si quiere pasar al baño.

Sentí que era el momento más vergonzoso de mi vida. Quise escapar, desaparecer, cambiar de identidad, no volver a la isla. Ese amable vecino me había visto, en sus cámaras, haciendo algo que los caballeros no debían hacer en público, y sabía Dios si se quedaría con la grabación y la mostraría a sus amigos, borrachos, riéndose de mí.

–No se preocupe, perdone la molestia –dije, evasivo, y subí a la camioneta.
El vecino amable nos hizo adiós, riéndose de un modo pícaro, malicioso, que prolongó mi agonía.

Llegando a la casa, me di una larga ducha.

Mi esposa seguía riéndose.

Hasta aquí hemos llegado con la dieta de linaza, pensé, furioso.

Pero al día siguiente seguí observando el régimen de privaciones alimenticias, tomé mucha linaza y, en medio del programa, tuve que mandar a comerciales y, mientras emitían la publicidad, me quité el micrófono, lo apagué y corrí al baño como un terrorista con una misión.

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